Diego Emilio Varela de la Parra
Licenciatura en Comunicación Social
División de Ciencias Sociales y Humanidades
Año: 2020
Es un sábado cualquiera en La Magdalena Contreras, no hace mucho que empezó la contingencia de este fatídico 2020, pero comienza notarse poco a poco que la gente se queda en casa. Sin clases y con home office, dispongo del tiempo necesario para recostarme tranquilamente en el techo de mi morada y contemplar los colores rojizos del amanecer.
La escena se completa por el característico pitido de los colibríes que han tomado por hogar el enorme árbol de la casa del vecino, llevan anidando en él por lo menos unos 15 años, parece que les resulta cómodo pasar ahí la noche mientras en el día se alimentan de las bugambilias que hay en esa casa. Sin embargo, hay algo extraño que resalta de la cotidianidad de una tranquila mañana en La Magdalena, un papalote se ve a lo lejos, para mí es algo inédito, vislumbrar aquello en las primeras horas del día, pero como la gente debe respetar la cuarentena, no es lo más extraño que he llegado a ver.
Al llegar el mediodía veo otro par de papalotes alzarse en lo alto, uno de ellos sobrevuela mi cabeza, lo que despierta mi curiosidad y subo al techo para encontrar en la azotea del vecino a un par de adolescentes, los cuales tiran trabajosamente del hilo para mantener su cometa en el aire. Parecen apurados por evitar que su artesanía con estampado de un batarang no se estrelle con el enorme árbol en donde habitan los colibríes.
El adolescente número dos se lleva las manos a la cabeza mientras el número uno zarandea el hilo en todas direcciones para intentar evitar lo inevitable. El papalote ahora descansa entre el inmenso follaje de uno de los más grandes árboles de la alcaldía. Me siento mal por ellos, los colibríes ahora habrán de lidiar con la basura de aquellos mocosos.
Con cautela, comienzan a jalar el hilo de su papalote, un movimiento brusco y despedazarán el frágil papel de china. Desde mi ventana he presenciado al menos unos cinco intentos de los chicos, quienes a lo largo del día han intentado recuperarlo. Ahora sí comienzo a sentir empatía por su causa.
Sábado- abril 18
El terreno de esta alcaldía no se caracteriza por ser plano, hay toda una serie de colinas que dejaron de ser verdes para dar lugar una compleja red entrecruzada de callejuelas y casas. Esto permite a los vecinos estar al tanto de las actividades de sus cohabitantes, sobre todo cuando salen al techo. Ahora que el número de adeptos a la práctica de volar cometas ha ido en aumento, puedo observar como una buena parte de las colonias circunvecinas salen a sus techos a eso de las cinco de la tarde para ser partícipes de este espectáculo aéreo. Se alcanza a ver todo desde donde me encuentro apostado: parejas, un grupo de amigos, vecinos, familias… Todos pasan por el mismo proceso, se puede ver cómo aumenta su emoción conforme logran que sus coloridos cometas se eleven.
Por supuesto que no todos la tienen igual de fácil, depende mucho la topografía y la altitud del techo desde el que lo intenten, algunos logran elevarlo en cuestión de minutos, otros llegan a las siete de la noche sin haber logrado su objetivo. Es justamente entre las seis de la tarde y las siete de la noche el horario en la que se alcanzan a ver más papalotes, pues en esta zona montañosa, es la hora en la que hace más viento y aún hay bastante luz, a pesar de ser tan tarde.
Domingo – mayo
Este fin de semana ha sido especial, he logrado contar unos 130 papalotes que vuelan entre La Magdalena y el Ajusco. Con tanto tráfico aéreo no se han hecho esperar los villanos que disfrutan de tirar los papalotes ajenos por medio de las coleadas, las cuales consisten en enredar la cola del papalote en el hilo del contrincante, de forma que al hacer presión se rompa y el papalote vencido quede enredado en el del vencedor. Es decir, se lo roban, literalmente.
Hoy a alguien se le ocurrió la idea de poner en alto a su equipo, o al menos esa era su idea. Los colores azul, rojo y banco se hicieron presentes en el cielo, justo en medio de otros ocho papalotes. Cada vecino volaba plácidamente su papalote, pero al presentarse el logo del Cruz Azul en el aire, imagino que todos pensaron lo que yo en ese momento. Disimuladamente, un cometa amarillo se acercó levemente al papalote albiceleste, el naranja arriba copió la maniobra, y los demás siguieron el ejemplo e hicieron lo mismo. Ya no había escapatoria, los presuntos aficionados del Cruz Azul, sin duda, dieron batalla, o al menos se esforzaron en emprender la huida, pero todo fue en vano.
Su destino estuvo marcado desde el momento en el que al vendedor de la esquina se le ocurrió armar un papalote que se vendería a la misma velocidad con la que sería derribado o probablemente incinerado. De todas las víctimas de las coleadas, solo vi caer una a partir del trabajo en equipo, por supuesto era un cometa rojo y azul con la aguileña insignia del América.
Sábado – mayo 30
Al fin llega el tan esperado sábado, son aproximadamente las cinco de la tarde, hora en la que ya se dejan ver unas cuantas decenas de papalotes en el espacio aéreo. Coloco mis brazos en el pretil de la ventana y dejo que mis ojos se guíen por un papalote azul con blanco que luego de varios intentos logra hacerse de suficiente altura para mantenerse en el aire. No he tardado más de veinte minutos en lo que bajo a hacerme un té y regreso para seguir trabajando. Volteo de reojo por la ventana y me encuentro con al menos cinco papalotes más en el aire.
Las risas de los niños se alcanzan a escuchar, su alegría por lograr elevar uno por su cuenta resuena por toda la cuadra. El aire parece adquirir la cualidad de entusiasmo que emanan aquellos niños. Cada familia, desde sus techos y terrazas, parece sonreír calmadamente mientras recibe la ayuda de un viento que les permite manejar sus papalotes sin muchas dificultades.
Me gustaría quedarme un rato más descansando, pero tengo varias cosas por hacer, así que doy media vuelta y me pongo a redactar un ensayo. No ha pasado ni medio minuto y escucho un ruido ensordecedor acercándose a toda velocidad, lo he oído muchas veces, pero esta vez es tan fuerte que me siento desconcertado.
A lo lejos se alcanzan a ver los papalotes que caen a diestra y siniestra sin que sus dueños tengan oportunidad de reaccionar siquiera. Una gigante máquina gris deja una gran cantidad de bajas a su paso, no importa la altura del papalote ni su tamaño, no tienen oportunidad ante la embestida de un helicóptero de la Marina. Las grandes masas de aire se mueven violentamente bajo las hélices de aquel monstruo, destrozan las frágiles estructuras de papel de china y los palos de madera en cuestión de segundos.
Hay gritos que provienen de todos los techos, pero sin duda, se escuchan más fuerte los niños. El helicóptero viene hacia esta dirección, parece que los vecinos aún tienen tiempo de bajar sus papalotes. Hace apenas unos segundos que la Marina hizo su entrada, pero los pilotos van a máxima velocidad, los coloridos papalotes no los hacen titubear ni por un momento. “!Jálalo!, ¡Jálalo!”, se escucha que gritan en el techo de la izquierda. En el de la derecha, el padre salió al rescate del papalote de su hijo, a toda velocidad comienza a tirar tan rápido como sus brazos le permiten. Los perros ladran y los árboles se tambalean. Apenas vi que empezaban a caer los primeros, y supe que tendría una escena totalmente fotogénica al alcance de mi mano, pero debía actuar pronto, no tendría mucho tiempo antes de que el helicóptero volara sobre mi cabeza y se perdiera en la montaña que hay detrás de mi casa.
Abrí mi armario y saqué mi cámara, di dos pasos cuando me encontré que tenía integrado el teleobjetivo, a la velocidad con la que se acercaba el ruido, no tendría oportunidad de sacar una buena toma con aquel lente. Corrí a la mesa donde tenía el lente normal y lo cambié en un par de segundos, rodé sobre mi cama y salté por mi ventana al techo, a fin de encuadrar al helicóptero en el momento preciso en el que los papalotes de los vecinos caían todos en picada.
Calculé que tendría el tiempo exacto para una foto, con suerte, así que encuadré el visor, enmarqué la escena y enfoque el objetivo con una rapidez extraordinaria. Presioné el disparador, y sentí hundirse mi dedo índice unos milímetros, pero mis oídos no escucharon el mecanismo de la cámara hacer su trabajo, el helicóptero escapó de mi campo de visión, mientras la pantalla de la cámara alcanzó a prenderse apenas un instante que ocupó para insultarme con un “batería agotada”. No había nada qué hacer, sólo presenciar cómo los gritos se apagaban instantáneamente cuando los papalotes quedaron, de un segundo a otro, atrapados en los cables de luz, en los árboles o en la casa de algún vecino. Parecía que de un minuto a otro el cielo se hubiera tornado gris, que el cielo guardaba luto por las víctimas acaecidas el día de hoy.
Jueves – junio 4
Hoy el cielo ha estado bastante tranquilo, igual que el día anterior, da la sensación que desde aquel fatídico día en el que los rotores de la Marina despedazaron los colores que daban vida al cielo, no hay quien tenga ánimos de alzar un papalote.
Domingo – junio 14
En lo que va de junio, el cielo se vio invadido nuevamente por cometas, algo que me hace cuestionarme sobre su precio. Mi mente no deja de pensar la cifra de 250 pesos. Salgo a la calle a indagar en dónde es que se surten los vecinos de tan preciadas obras de arte. Mi búsqueda termina apenas unos 60 metros lejos de casa, en una tiendita una señora los ofrece a 80 pesos los grandes y a 20 los chicos. No traigo un peso encima, pues fui por mera curiosidad antropológica, pero en cuanto supe el precio regresé a casa por dinero para invertir en una pieza azul con amarillo.
Apenas abrí la puerta, y observé cómo se asomó la ilusión en los ojos de mi padre. Nunca había volado uno y no había poder en la tierra para que le quitara esa oportunidad, así que opté por dejarlo en sus manos. Subimos al techo y nos preparamos para el lanzamiento. Había poco aire, pero eso no le impidió a mi padre, luego de unos treinta intentos fallidos, elevarlo a unos 80 metros de altura.
No había barandales disponibles, y una caída a la casa del vecino sin duda resultaría mortal, por lo que estaríamos atentos mientras maniobrábamos. Toda marchaba bien, con la cámara bien cargada desde el día anterior, yo tomé fotos de los papalotes que revoloteaban en todas direcciones, pero la tranquilidad no duró para siempre. En uno de los postes que comunican las líneas telefónicas se enredaron varios hilos de papalotes caídos y provocaron un corto circuito: una enorme flama rojiza surgió de entre los cables seguida de una fumarola que auguró una catástrofe.
Dejé a mi padre solo en el techo y corrí a desconectar mi computadora, teléfonos y cualquier aparato eléctrico que me encontré. Al regresar al techo, ya no había humo siquiera, pero los vecinos se quedaron aquella noche sin luz.
En toda la colonia se alcanzan a ver restos de papalotes e hilos de colores atorados en bardas y postes de luz. Dentro de la situación difícil que estamos atravesando, parece que los contrerenses han encontrado una forma de mirar al cielo con una sonrisa, de llevar sus pensamientos a las nubes y de olvidarse con sus seres queridos, aunque sea por unas horas, de que existe algo llamado COVID 19.