Mtra. Cecilia Ezeta
Jefa del Proyecto Divulgación de la Ciencia
Coordinación de Extensión Universitaria
Esas salidas al anochecer, con hambre y cansancio, nos invitan a comer lo primero que se presente en el camino. Así que vamos amor, vamos a comer taquitos, de esos tan famosos del trompo con el equilibrista del cuchillo y la piña.
Los gabinetes, algunos ocupados por una pareja, otro más por una anciana con su hija. Nosotros en el segundo espacio, tranquilos, tú frente a mí con tu mirada dulce e inocente, de espaldas a la calle.
Un hombre maduro y robusto se sienta en el lugar a tu espalda. Con desenfado pide el servicio. Lo observo sin mayor detalle, sólo me llama la atención su postura arrogante.
Terminamos de comer, estamos por pararnos y dejar la propina. Al pararnos junto a la mesa tomo tu mano pequeña, mi niño de 10 años.
Aquel hombre recibe a dos más junto a él. En mi mente me digo –seguro son amigos–. ¡Qué fatal error!, sólo alcanzo a ver de reojo cómo la pistola le señala el rostro. Un frío de pies a cabeza me taladra y aprieto tu mano. Imagino que no has visto nada. Decido encaminarme hacia el fondo donde se encuentran los sanitarios, te invito con calma y parsimonia a seguirme. Nuevamente mi mente señala –te van a disparar si te mueves, pero está tu hijo, camina–.
Doy la espalda a la escena, sólo escucho vociferando peladeces a los hombres y la resistencia de aquél sentado.
No puedo describir mi miedo y la calma con que tomé tu mano. Quiero volvernos invisibles hasta llegar al fondo del pasillo donde imagino un resguardo.
Dentro del baño, busco cubrirte en un privado, cierro la puerta y abrazo tu pequeño cuerpo en espera de lo peor.
Ruidos distantes, difusos. Me estremezco de miedo. Mi cuerpo empieza a temblar y por fin lloro mientras siguen mis brazos cubriéndote.
Seguro, seguro no viste nada, nuestro final será ahí, encerrados.
Pasa un rato y todo en silencio. Nadie llega, nadie abre la puerta.
Abro el privado, me agacho hacia el quicio de la puerta, no escucho más que susurros y una luz intermitente roja y azul. Un radio con instrucciones “3-4, 3-4, atento”.
Me tocan la puerta, repliego mi cuerpo, te abrazo mas fuerte. Se eriza mi piel.
Una voz anuncia –puede salir señora, ya se fueron–.
Como un riego de agua helada empiezo a sudar, sigue vibrando mi cuerpo y tú, tranquilo me dices:
– ¿Mamá, ya podemos salir, ya se fue el señor de la pistola grandota, el que traía el abrigo negro hasta el piso?
Mis ojos se nublan de espanto al saber lo que viste, pero no tienes miedo, para mí fue el anuncio del peligro, de lo vulnerables que somos, de la valentía que tuve sin mostrarte mi miedo.
Hoy al charlar me dijiste
- Oye má, ¿recuerdas aquella noche?