Letras en línea
Dainzú Azeneth Morales García
Arquitectura, cuarto semestre
División de Ciencias y Artes para el Diseño
Al sur del valle sin nombre rezaba incesante la lluvia que seguía impávida observadora la tarde de aquel domingo. Las ventanas empañadas de los coches mostraban sus mejores obras de arte, trazadas por dedos pequeños, pero cabezas humeantes. Sombrillas danzantes se desplazaban sin cuidado de chocar con las cristalinas hojas sangrantes atadas al cuerpo herbáceo. Cayó sutil la última gota que cabía en aquella cubeta esperanzada en recabar lo que el techo húmedo tenía para ofrecerle.
Adentro, lejos del sobrexplotado festín, los huesos tronaban una vez más por la elongación de la espalda. Y el foco, tambaleante accidental por el rose de la mano estirada, dispersaba las maripositas peludas y cafés que hasta entonces reposaban en la luz.
Ningún reloj contaba el tiempo, pero sí lo intentaban las cajetillas de cigarros que se vaciaban de tanto en tanto, sospechosas de hacerlo cada vez más rápido.
Volviose a abrir tímidamente la persiana que daba a la calle para descubrir a unos ojos. Al principio dubitativos miraban el cielo, para después apartarse con un aire de amarga resignación.
El cloro volvía a cubrir el piso y por unos segundos disfrazaba el olor a tabaco. El “mechudo” lamía el suelo, deseoso de encontrar manchas penetrantes, pero sólo se topaba con unas rojo carmesí y absorbía el hierro que aún quedaba en el piso. Una gota fresca y caliente volvió a caer y casi inmediatamente uno de los pies sonó en señal de frustración, animando al otro a caminar hacia la habitación contigua.
El rollo de papel obedeció y un pedacito se enrolló comprimiéndose para entrar en la estrecha cavidad nasal, la cual dio un respingo al oír que sonaba el teléfono. Los pies se apresuraron cada vez más. Al descolgar el auricular, salió errante una voz ahogada, que luego recobró el aliento y se fue permeando de fuerza y tonalidad hasta clamar más fuerte que la lluvia.
Breve aquel mensaje, pero con la fuerza de mil toros, hizo mover los pies que ahora se desplazaban como si apenas tocasen el suelo, directo hacia la puerta que se abrió hasta chocar fuertemente con la pared. Sólo por unos instantes dudó, el frenesí, impávido ante el nuevo paisaje que se desdoblaba como oro envuelto en una alfombra, más vívido para los ojos de quien no está buscando obtenerlo.
La lluvia seguía su canto, pero ya no era un incesante recordatorio, sino una embrujante melodía. El cielo aún era gris, aunque ya no opacaba los colores, más bien los hacía relucir como la brisa reposante en los pétalos de las magnolias. El mundo ya no parecía el desastroso trasatlántico ahogándose en el mal clima, en cambio, semejaba a un nuevo continente adornado con piedras preciosas.
Y sólo para contemplar lo anterior, los pies se detuvieron detrás del escalón que separaba la casa de la calle, y que ahora estaban dispuestos a dejarla a toda costa.
La primera gota de aquella corrosiva agua tocó la cabeza de un cuerpo recientemente desentumido, que no pudo más que quebrarse en pedazos cafés, peludos y con unas alitas nerviosas que buscaban refugio en cualquier luminoso pero seco rincón.