Publicación bimestral de la Coordinación de Extensión Universitaria

Letras en línea

Fui tu amante

Alondra Ríos Colín
Estudiante de Psicología
División de Ciencias Sociales y Humanidades

Anoche sonó el timbre de tu teléfono más de las tres veces acordadas. Colgué. Recibí la llamada de vuelta: sólo tú habrías hecho eso.

Contesté.

Tu esposa demostró, a pesar de sus descontrolados berridos, que tiene una voz encantadora. Lástima haberla descubierto así, mientras escuchaba como lamentaba tu repentino e inesperado deceso. Tampoco yo lo veía venir. También a mí se me partió el vientre en dos.

Le dije que iría en seguida y posteriormente me presenté como una vieja amiga (porque sí, cabrón, hasta en tu lecho de muerte he de tapar el agujero de tus infinitas mentiras). Llegué y me tumbé en el suelo, a tu lado. Ella habló o quizás balbuceó. No quise comprender, pero las palabras “infarto fulminante” dieron latigazos que ardieron incluso sin ponerles atención.

La abracé en pleno desmoronamiento e intenté absorber con mi pecho su dolor —así es, yo intentando ser sorora con la mujer a la que destruía a gemidos—. Llamó a un par de personas más que sirvieron para no evidenciar tanto mi huida.

Llegué a mi casa con la vista nublada y el cerebro entumecido. Un pitido agudo penetró mi ser hasta que, por estar tirada en cama bajo sábanas que aún guardan un poco de ti, se hicieron las 10. Dejé un camino claramente marcado con el rímel regado desde la almohada hasta mis manos; en caso de que quisieras recorrer el paso de mis tristezas.

No tenía motivos para ir a tu funeral, mas mi deseo era persistente y —como sabes a perfección— creo en el poder de “justificar” a manera de camino hacia la felicidad. Así que ideé un deseo, uno solo: entregarte mi promesa como último regalo y, a su vez, como el inicio de una eternidad en la que ambos seguiremos el juego que comenzamos.

Entré al cuarto que en flores y aromas demostraba tu ausencia, o más, la expiración de ese cuerpo que en otro tiempo gocé al ver a la luz de las velas.

Se acercó y me abrazó una mujer que creía llorar la muerte de un hombre que la amaba. El estar en sus brazos me conectó a ti; sentí el cuerpo que tocabas después de haberme tenido encima tuyo, recordandote tu orígen. Ese instante orgásmico del que vienes. Del que venimos.

Jamás habrías elegido —como si fuese una decisión que tomamos en la cotidianidad— ese ataúd. Seguramente te habrías ido por uno con madera más oscura y uno que otro ornamento tallado. Tan simple el detalle y yo sintiendo que, quizás, era la única en esta habitación que verdaderamente te conoció.

Allí se respiraba un aire frío proveniente del aire acondicionado; posiblemente como decisión inconsciente de tu (ahora) viuda para contrarrestar el calor infernal en el que sin duda estarás.

Dejé mi promesa en una carta escondida donde tu cuerpo inerte dejó lugar. Mi letra la conoces bien, ¿recuerdas? ¿Recuerdas las cartas que te enviaba? ¿Recuerdas que te pedía que contestaras? Cuando llegó una a manos de tu esposa, ¿recuerdas cómo gritabas? ¿Recuerdas la puerta abollada? Dime, ahora que tienes el tiempo, ¿recuerdas?

Mi rabia hacia ti es equivalente al cariño que desarrollé por costumbre. Los dos tiran a distintas direcciones.

Y, al final, me quedo donde mismo.

Con letra cursiva y delicadeza, en la carta se lee lo siguiente:

***

Tú te vas y, como siempre, me dejas. Tú te vas a pesar de conocer en carne que sé amar mejor que las demás. Te amé sin pedir nada a cambio y eso, idiota, jamás lo mereciste. No me mereciste.

Gocé, sí, del privilegio de ser “la otra”. Una etiqueta que aligera cualquier sospecha y en la que hallé la manera de no verte huir por mi intensidad. Un título sustentado a la perfección por las malditas exigencias de denominaciones oficiales que nunca quise cargar, que nunca creí merecer.

Tu esposa te dió incomprensión: yo te dí entrega incondicional. Me transformé en tu fantasía. En “aquella” que no solicita mas que noche infinitas y relatos de tus fantasías diurnas. Ahora que puedo, confieso: nunca fueron lo suficientemente buenas.

Desearía, con todo mi ser, odiarte; pero lo que más odio de ti es mi incapacidad de hacerlo. Porque mi repulsión es hacia mí. Me convertí en una búsqueda de perfección que sólo puede otorgar a otros sus fragmentos. Cada mirada, cada movimiento, toda mi expresión es estudiada para reflejar la pulcritud que mi vacío anhela. Y, ahora, me doy cuenta de que no creo en una entereza capaz de tener par —o pares—, menos aún si, como la mía, es construída y falsa.

Sabía que sólo a cachos soportarías mi esencia.

Me odio porque las migajas de tu amor son lo más semejante que tendré al amor que yo me otorgo.

Me odio porque en el agrio dolor de tu muerte no tengo protestas. Sólo te guardo una promesa: ser tuya y esperarte desnuda hasta el día en que reclames desnudez de alma. Espero ahí te percates de que, en silencio, mis carencias ya me han atado a la tuya.

Prometo vivir contigo la libertad de encadenarme a mis miedos.

En pocas palabras, prometo amarte… demasiado.

***

Salgo de la habitación, deseo que nadie acuda a abrazar estas ruinas que me conforman. Espero, acaso, que lean mi nota, que me tachen de puta y vengan a hundir sus puños en mi boca. Al cabo deshecha estoy, materializarlo podría ser un alivio.

Tras cuatro (podrían ser cinco) paradas del autobús me considero suficiente lejos como para llorar sin que se intuyan motivos —¿llorar en un velorio? no muy original—. Me siento en una banca vacía para que quepan todos mis pesares. Mis recuerdos se derraman como un líquido en mi espalda. Mi ex novio llega velozmente a mi mente. Sí: siempre el bendito ex tan oportuno. Mi primera relación acabó con una frase difícil de olvidar: “Tanto feminismo te ha convertido en una zorra”. Lo corté inmediatamente. En ese momento creía entender mis ideales y posturas políticas. Quizás me olvidé de entenderme un poco más a mí.

Mucho feminismo de mercadotecnia, mucho discurso pro “libertades” hipersexualisantes y cosificantes, mucho ser como ellos, mucho consumo, mucho empoderamiento cimentado en la perpetuación de sistemas… mucho de eso tragué.

Al final ninguno fue como él y juré no volverme a enamorar —aplausos a mi trascendencia deshumanizante—. Llegaste, tan estúpido y banal, caí en tú juego (tuyo y nada más) y me dediqué a complacer. Dolió cuando ví que el papel de amante había dejado de doler. Para cuando comencé a detestarte ya me había enamorado.

El claxon de un auto me regresa a la banca en la que estoy sentada. Tomo el último gramo de voluntad que me resta para volver a casa. Un paso tras otro avanzo hacia un lugar dónde continuar. Levanto la mirada. En las calles descubro que la carta había llegado al destinatario.

Te veo en todo hombre, amor mío. Ahora hay muchos cuerpos en los que amarte.

3 COMMENTARIOS

  1. Increíble relato, lleno de vida y de pasión, de confusión y de tanta veracidad y realidad. Me encantó la conexión que te hace sentir aunque no hayas experimentado (o sí) una situación parecida.

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