Publicación bimestral de la Coordinación de Extensión Universitaria

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Eran entonces otros tiempos

Letras en línea

Carlos Arturo Ruán Salazar
Estudiante de la Licenciatura en Psicología de la DCSH
UAM Xochimilco

Imagen: Archivos Canvas

Eran entonces otros tiempos, como que más alegres, como que con más gente.
¿Has visto las calles?

–Cuando voy al mercado.

–Pues ya ves. No hay niños. Hasta los perros se fueron.

–Todavía está el Padre…

–Pero no está porque nos quiera, sino porque no había otra iglesia… Te cuento: en la tarde, por las faldas del cerro, me encontré un hombre:

–Vengo a enterrar a mi hijo.  

–Ya no queda lugar en el cementerio –le contesté mirando la tierra– pero vamos con el padre, tal vez le haga un cachito en el que tiene por suyo.

–Y nos fuimos para el pueblo, dejando a su hijo bajo la sombra de los ahuehuetes, como confiando que ahí estaría seguro aún después de la muerte. Cuando llegamos con el padre, nos recibió a regañadientes.

–¿Qué quieres ahora, Fulgencio?

–Nada, Padre. Sólo vengo a pedirle un favor en nombre de la piedad de Dios. El hijo de este hombre ha muerto; se lo llevaron con una bala en la espalda.

–Lo siento mucho por el niño y luego por tu amigo; pero ya sabes mejor que nadie que aquí no hay lugar en el cementerio. Que Dios le ayude en el otro pueblo.

–Sé que ya no hay lugar para los muertos de aquí, pero también que sí hay tierra, y que usted es dueño de ella. Vine a pedirle el favor de una sepultura para ese niño, un cachito de misericordia.

–Mire, Fulgencio, yo vine hace muchos años pensando que aquí se podía hacer una buena vida; el tiempo me ha enseñado que no, que Dios hace años dejó esta tierra. Me quedé aquí sólo porque invertí todo en esa parcela infértil. Busqué quién la comprara y nadie lo hizo, entonces me aferré a mi único error y no pienso compartirlo. Si Dios es bueno, hace su Gloria en otro lado, aquí ni la tierra le importa al Diablo…

–¿Entonces los corrió así como así?

–Nos dio su sermón de siempre, ya sabes: que aquí ni las nubes son bellas. Luego se volvió y nos dijo:

–En casa de Sóstenes o la que era de él, pues ya no hay nadie, hay un buen jardín. Ahí entierren al niño. Yo iré a las seis a darle los rezos.

–Gracias, Padre.

–Y partimos hacia los ahuehuetes, donde habíamos dejado a su hijo.

–¿Y de dónde venía tu amigo?

–Me dijo que de abajo, de un país que ya no me acuerdo. Era moreno, como nosotros, pero hablaba raro.

Imagen: Archivos Canvas

Vine caminando con mi esposa y mi hijo, junto con otra gente de la que te haces amigo, más por las desgracias que por los buenos recuerdos. Nos cercaron a los doce días de haber cruzado a México. A mi esposa y a las otras mujeres se las llevaron, las montaron en unas camionetas. A nosotros nos dijeron: “O le jalan, o aquí nos los quebramos”. Yo no entendí muy bien, pero intuí que era algo como: “O se vienen con nosotros, o aquí los dejamos bien muertos”. Yo no sé por qué le hice caso a mis piernas. Agarré a mi niño, lo monté a mi espalda y me eché a correr por unos trojes que había por ahí. Escuché que otros también comenzaron a correr; pero luego también el fuego de la metralla. ¿Ha escuchado cómo truenan las balas? Es un sonido seco, como cuando se revientan las llantas, y aunque no te den, se siente como si penetrara tu cuerpo.

Una de esas balas le dio a mi hijo. Escuché cómo tronó uno de sus huesos. Yo sólo sentí un empujón y me fui al suelo. Así me quedé, sintiendo cómo mi hijo se iba poniendo frío, cómo su sangre mojaba mi espalda. Entonces ya no pude aguantar más. Me puse a llorar callando los chillidos, ahogando los lamentos, porque no sabía si aquellos hombres seguían ahí cerca.

***

–Llevamos a su hijo a casa de Sóstenes a penas el sol comenzaba a bostezar. Lo llevamos en la carretilla que tenía en el cementerio, cubierto por el rebozo de Adelina.

–Y tan bonito que era su chamaquito –dijo cuando nos lo prestó cerca de la Lechería–¿Cuántos años tenía su hijo?

–Se quedó en ocho, señora.

–Ay, Dios mío –dijo en suspiro–, en este lugar la muerte quiere mucho a los niños.

–Nos tomó dos horas sacar la tierra, y a pesar de que ya habían pasado las seis, el Padre aún no llegaba.

–No hay mucha gente en el pueblo –le dije–, podrías quedarte y ocupar el taller de Sóstenes. Hace diez años que se fue y nadie cree que vuelva.

–Guardó silencio y luego dijo:

–Yo iba al norte con mi familia. Ahora no tengo ni esposa ni hijo, no tengo razón de ganar dinero. Quería pasar la frontera. Usted sabe que el campo allá sí está vivo.

–Lo sé –y agaché la cabeza recordando a nuestro Paco.

–Le voy a pedir un favor, y quiero que no se espante, sé que es buena gente, con verle los ojos uno ya sabe: quiero que me entierre con mi hijo.

Imagen: Archivos Canvas

–No supe qué contestarle, Dulce. Me quedé viendo el montón de tierra. Entendí por qué él quería seguir haciendo espacio en la fosa, aun cuando ahí ya cabía el niño.

–No tiene que matarme, don Fulgencio, faltaba más. Yo lo haré. Lo he pensado desde hace tiempo, pero era este niño el que no me dejaba hacerlo. Ahora ya no está o se fue a otro lado; si es así, en esta tierra no voy a encontrarlo.

–¿Y cómo fue? No me digas que fue frente a ti.

–No, mujer, fue considerado conmigo; me dijo que no quería crear más problemas, y que no dejaría ni una gota que yo tuviera que limpiar.

–Tome –me dijo extendiéndome su brazo–. No le pido una lápida, sólo escriba esto en una tabla, y póngala sobre nuestra sepultura. De los rezos no se apure que yo no soy muy creyente, pero por si acaso, sólo diga una plegaria antes de que se vaya.

–El día, tú lo viste, es de esos en los que a la noche se le hace tarde. Las nubes, que siempre son feas para el Padre, estaban enormes, pintadas de plomo y de algún rojo que les pegaba el ocaso. Algunas se quebraban en retazos, figuraban las grietas del cielo… No quise entrar a la casa hasta que escuché cantar al primer grillo. Estaba en medio, con las rodillas un tanto dobladas y los pies rozando el suelo. Lo enterré junto a su hijo, y sobre su tierra, pues ya era suya, le puse la tabla con las palabras que él había pedido. Luego dije alguna plegaria descompuesta, ya sabes que aquí ya no se reza. Cuando ya había avanzado la noche, cerré la puerta de aquella casa. Un viento arremetió y se estrelló en mi pecho; me abrigué bien y me fui caminando por estas calles en las que ya no hay nada.

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