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Diego David Arroyo Colín
Licenciatura en Comunicación Social
División de Ciencias Sociales y Humanidades

La alarma suena, son las 5:00 am. Javier, con los ojos entrecerrados, tienta la oscuridad hasta que se topa con el generador de aquel sonido para apagarlo, ritual que lleva a cabo seis días de la semana.

Imágenes: Archivos Canva

Mira por la pequeña ventana, aún sólo está la luz de la Luna y las lámparas de la calle: desearía seguir durmiendo.

Huele los rastros de la lluvia que meció su sueño. Regresa la vista a la almohada vieja y le dice: “te quiero, pero no puedo quedarme”, sonríe irónicamente y se pregunta al instante: “¿O si puedo?”.

De inmediato vuelve vibrar el celular, pesadamente y con lentitud Javier lo toma aún con manos torpes, frunce el ceño por el molesto brillo de la pantalla que pega sobre su cara. Es un correo del banco, pasea la vista y lee: “Su fecha de pago está próxima a vencerse”. “¡Cómo chingan!, uno no puede darse gustos de rico porque nada perdonan estos cabrones”, dice indignado.

Por fin, se levanta de la cama disgustado, exigido. En el camino al baño se topa con su pantalla plana de 120 pulgadas en 4K y un Play 5. Sonríe orgulloso, pero recuerda que debe aún la pantalla.
Mira el reloj del teléfono, 5:20 am. Toma un pantalón Levis, camisa Polo y zapatos Dior; se ve en el espejo y se imagina a aquellas personas que vio en Instagram, a los influencers que tienen miles de reacciones y comentarios positivos por lo que visten y consumen, se transforma un momento en ellos.

Toma sus llaves, baja las escaleras para por fin salir a la calle a tomar la combi rumbo a Pantitlán, pasa a tres esquinas de su departamento.

El transporte demora diez minutos en pasar; le hace la parada, va llena, pero no puede esperar a la siguiente porque se le hizo tarde tomándose fotos frente al espejo. Les pide a los pasajeros que se recorran para que quepa en ese pequeño y único espacio sobrante.

De reojo, ve a quiénes lo acompañan en su camino hacia el metro. La mayoría intenta dormir; los que sobran, roncan, acumulan fuerzas que la noche no pudo darles al tener que levantarse temprano para el trabajo o la escuela.

Tienta su bolsillo izquierdo y saca su teléfono, suspira aliviado porque ya sólo le faltan ocho quincenas para terminar de pagarlo. Vuelve a recordar el correo del banco, el alivio se convierte en preocupación. Para distraerse, abre su Facebook, no hay nada más que memes, publicidad y gente feliz, historias de fiestas, de compras, de vacaciones en aguas limpias. Él reacciona mecánicamente con emojis de risas y corazones, desliza la pantalla; abre Instagram, mismo contenido, mecánica reacción, siguiente historia.

7:30 am, Javier está afuera de la oficina donde trabaja como contador a los alrededores del metro Hidalgo. No ha desayunado nada, se siente fatigado porque la línea dos iba lenta, le tocó ir parado, agarrado del pasamanos y la gente arrugó su camisa y le pisó los zapatos. “Ahora toca desayunar”, se dice, y gira la mirada a los puestos callejeros: carnitas, tamales, quesadillas, birria, hoy decide… tres tacos de carnitas y una coquita para acompañar. Se apura porque entra a las 8:00 am y no quiere perder su bono de puntualidad. “Ese bono lo ocuparé para comprarme la chamarra que vi ayer en Amazon, el banco que se chingue”, se comenta Javier.

A las 5:15 pm sale del trabajo, entre un cubículo, una computadora y hojas de Excel. Recuerda que a las 6:00 pm tiene un curso llamado “Cómo comprar Twitter con dedicación y esfuerzo”, impartido por Elon Musk. Ya es hora y se dirige al metro con los audífonos puestos para escuchar. Gente va y viene por Eje Central, Javier va con la vista puesta al teléfono en el cruce del semáforo.

Silencio, una multitud se congrega alrededor de una mancha en el pavimento, el tránsito se detiene. De un Metrobús baja un operador crispado por el terror, exclama: ‘’¡Valió madre!‘’.

Las personas murmuran, los cláxones y los organilleros suenan, se ve gente pasar. Javier yace muerto en medio de Eje Central.

La sangre camina libre de su cabeza, sin destino, camina como la mayoría, sin rumbo. El celular, tirado a unos metros de distancia, aún funciona, la pantalla habla, pero nadie escucha porque ya va en mano de un delincuente de barrio para venderlo en la Plaza de la Tecnología.

Se apaga, ya no queda nada en aquel teléfono sobre su antiguo dueño.

–¿Cuánto cuesta?  –preguntan al vendedor.

–$4500 pesos, liberado, cámara de 25 pixeles, ya si te animas de una vez, $4000.

–Me lo llevo –dice una voz femenina.

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