Letras en línea
Roberto Daniel Pérez García
Egresado de la licenciatura en Psicología
División de Ciencias Sociales y Humanidades
UAM Xochimilco
No llevaba ni diez minutos despierto y ya estaba encabronado. Desde esa mañana, cuando mi hermano Ramiro me comentó que hoy nos tocaba ir a Acueducto me pareció una idea desgastante. No es que el municipio nos quedará lejos o que el traslado fuera tortuoso, simplemente me molestaba que a última hora el licenciado Buendía nos cambiará la ruta. Encima de mal pagados y sin prestaciones, ni siquiera se nos informaba con tiempo cuáles eran las localidades que debíamos cubrir.
No quería ir a trabajar, pero Ramiro, menos impulsivo y con esa sonrisita aún de adolescente, no tardó en calmarme y recordarme que Acueducto tenía los dulces de durazno más ricos que yo conocía ¡Méndigo! Desde chamaco se había dado cuenta del poder que la comida tenía sobre mi estado de ánimo. Varias veces le cubrí una mentira por algún postrecillo, y seguido acudíamos a comprar unos tlaxcales cuando estaba triste o algo me había jodido el día.
Con mejor cara, alisté mi libreta, tomé un par de formatos y guardé un puñado de plumas. Quería llegar cuanto antes y encuestar a las cincuenta personas que requería el licenciado. Esa semana nos habían encomendado investigar los hábitos alimenticios de todos los municipios colindantes a Milpa Grande; era una empresa de maíz que quería expandirse o algo así me habían comentado. Sin embargo, siempre era lo mismo: estar bajo un sol tenaz y tratar de convencer a la gente, mañana y tarde. ¡Un embrollo!, pero ni quejarme, era medianamente mejor que mi último trabajo de mecánico, ya que al menos, no regresaba oliendo a grasa y mugre cuando tomaba la combi de regreso a casa. Así que me apuré y presioné a Ramiro, le recordé que hacíamos, si bien nos iba, un hora y cuarto de traslado.
En Acueducto, el día no fue del todo diferente: comprar un café, ubicar las zonas de mayor afluencia e iniciar con el trabajo. Para el medio día ya llevábamos poco más de 30 formatos contestados; sin embargo, el sol golpeaba más fuerte que de costumbre y ninguna nube intercedía para brindarnos una breve tregua. “Si por mí fuera, inventaría el resto de las encuestas”, le susurré a Ramiro. Él sólo me volteó a ver con algo de desdén y me propuso ir a buscar mis tan anhelados dulces, y de paso, ir a comer para después completar “como Dios manda ─así dijo el desgraciado─ cada una de las encuestas”.
Por fortuna, el mercado estaba fresco y era más bonito de lo que recordaba. Es más, para ser sincero, todo parecía nuevo y la gente era muy sociable “¿por qué no eran así cuando los encuestaba?”, pensé. Lo único desagradable era esa esencia agridulce que irremediablemente remite a estos espacios: el inconfundible olor a mercado al cual ya me había acostumbrado, aunque desde niño me parecía raro. Por sus pasillos, no tardamos en encontrar un par de dulces dignos de mi estómago y unos ricos tacos de mixiote que terminaríamos comiendo en un parque no muy lejos de ahí.
De regreso a las calles, decidimos ir de puerta en puerta preguntando si accedían a contestar una “breve” encuesta. Por supuesto que no muchas personas cedían, pero a veces, era mejor que estar pescando gente en los espacios públicos que, además de mostrarse más desconfiada, usualmente llevaba prisa. Aquí el proceso era más fácil: Ramiro avanzaba del lado derecho de la calle y yo del izquierdo. Y si le abrían a alguien, el otro seguía sobre su acera hasta tener mejor suerte. El punto de encuentro era siempre el final de la calle, para después, comenzar por una nueva al mismo tiempo.
Poco después de las 5 de la tarde, a un par de encuestas para concluir, noté que Ramiro se había quedado un poco atrás y que se encontraba rodeado de un par de vecinos con los que parecía discutir. Me acerqué y escuché que la policía ya venía en camino. Mi hermano, algo nervioso, no dejaba de repetirle a los pobladores que únicamente era encuestador. Evidentemente, reiteré la información y mostré los formatos y las credenciales que nos había dado la empresa y el licenciado.
Los vecinos, un poco mayores que yo, sólo nos miraban con desdén e incredulidad.
Además, ya nos habían cerrado el paso. Un par de transeúntes se habían fusionado en el círculo.
Todos querían ser parte de lo que estaba sucediendo, sin escuchar realmente lo que teníamos que decir.
La patrulla no tardó en aparecer, y ante su avistamiento, observé en Ramiro esa cara de tranquilidad que tanto me recordaba a su niñez. Me le quedé viendo unos segundos. Cuando volteé, los policías ya se habían acercado. Fue ahí cuando escuché que las preguntas de la encuesta incomodaban a los vecinos, sobre todo, aquellas relacionadas con el horario de comida y si lo hacían en compañía de alguien más. Nosotros reiteramos los hechos: “Únicamente somos encuestadores de una empresa de marketing y ahora investigamos el consumo de maíz”. Mostramos nuevamente nuestras credenciales y les propusimos marcharnos. Los oficiales estuvieron de acuerdo. Al fin pude suspirar, mientras mentalmente les gritaba ¡pinche gente!
Pareció como si me hubiesen escuchado. Uno de los pobladores que se había juntado mientras pasaba con su bicicleta, comenzó a murmurar que tal vez éramos los “robachicos” de los que se hablaba en redes sociales, “aquellos que sacan y venden los órganos de los chamaquitos”. Una voz más comentó que nadie encuestaba por la tarde y mucho si provenía de otro municipio, que claramente no éramos “gente decente”. Ramiro y yo les juramos que la función de nuestro trabajo era levantar encuestas. “Somos encuestadores”, repetimos una y otra vez; pero la gente, cada vez más numerosa y atraída por la turba, parecía escuchar, con megáfono, que éramos secuestradores. Los dos policías se miraban sin saber qué demonios hacer. Estaban igual de nerviosos que nosotros. Por fin uno de ellos comentó que nos llevaría a la comandancia para buscarnos en el sistema y proceder legalmente.
La propuesta pareció calmar un poco las cosas. Otro breve suspiro. Uno de los uniformados nos sujetó y nos subió a la patrulla, alegando que se llegaría al fondo del caso, a la verdad de los hechos. Pero con tanta gente, se desborda la mierda. No tardó en escucharse de un extremo, y después de todos los ángulos, que no se haría justicia, que nos dejarían libres. Los policías respondieron algo así como: “señores, si gustan pueden acompañarnos a la Comandancia”. Frase que a mi parecer sólo buscaba garantizar la confianza de los vecinos y no representaba una invitación real.
Supongo que la desconfianza era mucha porque no sólo nos siguió la mayoría de los vecinos, sino que en el camino se agregaron otros pobladores y vecinos. Ramiro fue el primero en notarlo: “Estos señores se multiplican, ya hasta hay niños”. Volteé y era cierto. Además, estaba desconcertado y sólo me permitía insistirles a los policías que podían marcar a la empresa y verificar nuestro dicho. Ellos me escuchaban, pero igual parecían no saber qué hacer. El más viejo de ellos, giró su cabeza un par de veces y nos aseguró que todo quedaría arreglado en la Comandancia.
Fue un trayecto de pocos minutos, pero al llegar a la plaza principal, notamos que ya había gente que parecía estarnos esperando, lo que me hizo suponer que se había estado esparciendo el rumor de que éramos los “robachicos esos”. Me volví a preocupar. Entre curiosos, vecinos y transeúntes, ya no me daban los ojos para contar. Afortunadamente, los oficiales nos sacaron e ingresaron rápido dentro de la oficina del juez calificador. Ahí, la atención fue rápida y sin mayor complicación. Se llamó a la empresa y el licenciado pudo confirmar nuestro dicho; también un par de compañeros y familiares. Además, de que evidentemente no había ninguna denuncia de secuestro o cualquier otro delito que nos implicara o señalara de algún modo.
En ese momento, se escucharon varios cuetes y el repicar de una campana. Al siguiente instante, se sumó un estruendo, seguido de un griterío cada vez más cerca y el crujir de la madera. Ramiro y yo nos volteamos a ver, sabíamos que algo pasaba y que sin quererlo éramos los protagonistas. Intenté huir, pero no sabía hacia dónde ni cómo. Ramiro, entre tanto, fue auxiliado por un oficial que le indicó seguirlo hacia el fondo del recinto. Me quedé pasmado, viéndolo, hasta que tanto mi hermano como el juez, me gritaron que avanzara. Lo hice. Llegamos a unas escaleras en forma de caracol. Las tomamos a toda velocidad y nos condujeron al techo de la Comandancia. El aire era frío y golpeaba con vehemencia, pero al mismo tiempo, tenía bastante calor. Una vez situados en la azotea guardamos silencio para tratar de escuchar lo que sucedía, pero únicamente oíamos gritos y chiflidos, como si un carnaval lleno de borrachos se acabara de montar en la planta baja.
Tal vez pasaron dos minutos, cuando de repente, escuchamos que el carnaval era cada vez más notorio, que avanzaba con voracidad y un éxtasis sin igual. El uniformado intentó correr, Ramiro hizo lo mismo mientras me jaló de la camisa “¡Pero a pinches dónde!”, les dije. Sin meditar de más, la idea de saltar hacia la calle resultó una luz. No importaba lastimarse una pata, esa gente ya tenía su verdad. Ahora querían castigar: éramos secuestradores o “robachicos”, pero en ningún caso encuestadores.
Corrimos a la parte trasera del recinto, pero hasta ahí había gente. “Tal vez del lado izquierdo”, propuso el policía. Nos giramos, y en ese mismo instante, vimos media docena de hombres con palos que ya estaban frente a nosotros, y varios más, que brotaban del fondo de la escalera.
El frío dejó de existir. La docena de hombres se había dividido en dos y nos repartieron como si de un botín se tratase. Ya no ponía resistencia y únicamente permanecía soportando los golpes, hasta que por fin pararon. Me percaté que Ramiro estaba a unos dos metros de ahí. Corría sangre por su nariz, ceja y boca; su playera era un hilacho. Uno señor bigotón y regordete se posicionó a la cabeza para decirnos que nos paráramos o nos cargaba la chingada. Como pude, me reintegré. Sentía la cara hinchada y las piernas dormidas; la piel me quemaba. Pero poco importaba ya, esta pinche gente no dejaba de repetir que bajáramos con los demás y cantáramos la ubicación de los niños.
Bajamos la primera espiral de la escalera sin dejar de recibir patadas, y el resto del caracol, casi como un bulto. Desde los primeros escalones me percaté que había más gente en la planta baja; así que para nada quería descender. Volví a resistir, quería decirles a todos que se pudrieran, pero ni eso me salía, estaba en el miedo, en esa versión del mismo que te corta la voz. De nueva cuenta, advino una marea de palazos y tubos que sólo me hacía jurar por Dios mi inocencia; entre los chiflidos, los aplausos y el griterío, escuché que Ramiro clamaba decir la verdad y repetir “sólo encuesto gente”. Sentía mi boca jugosa y caliente; todo me sabía y olía a metal. Apenas podía ver. Los golpes, que ahora se sentían como empujones o sacudidas, pararon. Una voz indiferenciada propuso sacarnos y llevarnos a la plaza, para “que todos vean, que con Acueducto no se juega”.
Entre la mugre, la sangre y el dolor, me esforcé por abrir los ojos lo más que pude. Desde el primer intento, me percaté que me arrastraban de las piernas dos personas, una de las cuales portaba un paliacate azul sobre su rostro. También observe que las luces de la Comisaría se notaban más, pues me lastimaban la vista. Pestañé, no intentaría abrir más los ojos, quería reventar, y de paso, llevarme a esos weyes en la explosión, o como mínimo, esfumarme, que todo terminara ya. Después, abrí nuevamente los ojos, pero fue casi involuntario; escuché el gentío y sentí una consecuente tormenta de piedras en todo el cuerpo. Me cubrí, pero también quería mirar lo que me rodeaba, darle algo de forma al verdugo. Observé entrecortadamente que ya se estaba haciendo de noche y que había pequeños destellos de luces blancas a mi alrededor, supongo que de celulares; pero aún así, cerré los ojos y deseé que fueran estrellas.
A la mañana siguiente, un cuarto de hora antes seis de la mañana, la plaza pública luce desierta. Se percibe un olor férreo a carne quemada; algunos adoquines están fuera de su lugar, otros más, tienen manchas de todo tipo; ciertos envoltorios parecen saludar y avanzan apenas empujados por las últimas ráfagas de la madrugada. De una de las calles que conecta con la plaza, se observa una silueta encorvada que, a paso lento, muy lento, se aproxima con dirección fija al centro. Se acerca como quien tiene la seguridad de haber visto a un conocido. Lleva consigo un par de veladoras y un rosario, una en cada mano. No hay más. Ningún gallo canta. Sólo impera la casi ausencia y ese olor inconfundible que anega todos los sentidos y que invita a escuchar el crepitar del fuego, los gritos, el dolor; pero también los chiflidos, la euforia y los aplausos. Ha amanecido.
Cuento inspirado en el linchamiento de los hermanos David y José Copado Molina. En su memoria.