Letras en línea
Alberto Rojas Pineda
Psicología
División de Ciencias Sociales y Humanidades
Se encontraron una tarde. El arco de piedra estaba lleno de hojas secas, más olvidado que de costumbre. Todo parecía tan silencioso. Se miraron a los ojos. Parecía que se habían encontrado por una casualidad extraordinaria. Arael le gritó y quiso pegarle un puñetazo en la cara. José, en cambio, lo besó. No sólo aquel día. Una tarde tras otra.
El musgo en las grietas se secaba y aparecía de nuevo. Las hojas se iban y regresaban. El pasto alrededor se llenaba de dientes de león. A veces blancos, a veces amarillos, a veces ausentes.
Arael rogó, a pesar de no tener idea de cómo hacerlo. Gritó, amenazó y lloró. Y eso sí lo sabía hacer bien, pero era inútil. Era él contra una hilera de tercos fantasmas. ¿Por qué tendría que perder contra los muertos? Ellos no tenían labios ya; sus manos no habían acariciado en años; sus voces no eran ni siquiera un eco; sus nombres morirían pronto; sin embargo, Arael estaba ahí, frente a él, implorando. Su miedo y amor eran los mejores testigos de que estaba vivo.
El tatarabuelo de José había perdido una pierna en la Decena Trágica, peleando en el bando equivocado. El avión de su bisabuelo se estrelló muy lejos, en las Filipinas. Su abuelo murió por una bala perdida de su propio compañero. El padre de José estaba lisiado por una bala financiada por el negocio de la cocaína.
Cuando José llegó a cierta edad, anunció que las voces de los muertos, que se jalaban unos a otros, generación tras otra, lo llamaban a enlistarse. Eligió La Marina. Lejos, muy lejos de Arael, para quien, aunque no fuera así, la idea de amar a un soldado, a un mercenario disfrazado, le revolvía el estómago.
—¿Por qué conservar una tradición así? —preguntó Arael, enojado— Es cruel y estúpida.
José sólo respondió con una sonrisa. Como la sonrisa que se le da a un niño que pregunta algo inocente pero tonto.
A pesar de lo mucho que lo odiaba, con una ira impulsada con un amor viejo, irrefrenable, ardiente, acudió esa última vez sobre el puente, donde lo esperaba con su uniforme y sin sus rizos. Besó por última vez a Arael y lo abrazo. Arael deseó ser lo suficientemente fuerte como para mantenerlo entre sus brazos por siempre.
José se fue y jamás volvió. Ni siquiera cuando los seis años prometidos pasaron. Quizá su cuerpo se hundió en el mar. Quizás el veneno de una criatura marina detuvo su corazón. Quizás un arma explotó en su cara o tal vez solo se casó e hizo una vida lejos. La incertidumbre se volvió el mayor de los dolores para Arael.
Cada vez que alguien subía al arco de piedra, era alguien solitario, que miraba al cielo o a los árboles con una vacía y seca melancolía. Alguien solo, que se había quedado sin lágrimas y que le gritaba a los muertos, pero nunca nada le contestaba.