Publicación bimestral de la Coordinación de Extensión Universitaria

Letras en línea

La soga para saltar a sueños eternos

Santiago Solano Montes de Oca

Estudiante de Medicina

Se siente cómo los nervios de mi espalda poco a poco a traviesan mi piel, como si fueran las raíces de quién sabe qué árbol. Poco a poco crecen y descienden, desplazan los sentimientos y los huesos, penetran el colchón y se enredan entre los resortes de éste. No me duele, pero siento como si mi alma se estuviera diluyendo en ese río transparente de líquido cefalorraquídeo que nutre las raíces para crecer más y más.

            Mi mirada en el techo y la oscuridad se cuela hacia mis pupilas. Silencio, el cual se escurre y me llena los oídos. Noche que me toca con titilantes caricias, mientras que ella, a mi derecha, duerme lo que yo debería. Su cuerpo enterrado debajo de las sábanas sólo me permite ver su respiración queda y la imaginación de su desnudo.

Hace mucho tiempo que pienso que ha pasado mucho tiempo desde que hemos vuelto a ser uno solo. Quisiera que sintiera que mi mirada la toca con ese cariño que antaño provocaban mi miosis (dilatación de mi corazón), pues el amor no tenía cabida en el mismo.

            Silencio. De pronto su inhalación y nuestro suspiro. Sueños inciertos, no hechos, rarificados, que se los lleva el viento. Silencio. De pronto su respiración quejumbrosa.

            Me levanto antes de que la alarma suene, pues no la quiero despertar, aunque de noche ya no nos vemos y de día no nos despedimos. Me arranco mis raíces para poder caminar y llego a el cuarto de mi hijo. Duerme. Me despido de él, aunque de mi boca nada sale.

            Me baño entre la oscuridad y el agua se transforma en petróleo, me limpio con el jabón sintético, aroma inocuo, hipoalergénico, vitamina E, inodoro. Me cambio y salgo a trabajar; dejé las raíces de todo lo que soy a mis espaldas.

            Camino por las calles semivacías, pues en cada acera va una mujer o un hombre con la mirada fija en la humedad de las gritas del cemento, cargan en una mano un portafolio o la mano de otro ser que en potencia será lo que el padre es.

            Como hormigas llegamos a la parada de autobús. Un simple poste hueco y oxidado. De pronto llega y cables negros en forma de horca caen de lo alto del poste. Las mujeres ayudan a sus hijos a colocarse la soga, se la ajustan para que al momento de subir no se caigan. Los hombres dejan su portafolio entre sus escuálidas piernas para que no se ensucie, y como si fuera una segunda corbata, alrededor de su cuello se sujetan la soga. Yo naturalmente presiono lo suficiente como para no cortar la circulación sanguínea a mi cerebro enfermo.

            Ya todos formados damos un brinco hacia el abismo que es la altura de la acera a la carretera, activamos el sistema. De pronto todos estamos suspendidos al cielo y quedamos pendulantes. Calientan motores y comienza el ondulante viaje.

            Algunos parecen realmente muertos al estar colgados, pero es que simplemente es muy temprano y quieren descansar un poco más; otros ven el celular con las cervicales ya arqueadas; algunos calman a sus hijos; algunas platican con sus amigas hasta donde el cuello permite; mientras que yo simplemente observo el movimiento de mi cuerpo que va y viene ante cada nuevo poste-estación, ante cada bisectriz de la enmarañada circulación de transportes de la ciudad.

            Pienso en mi hijo, quien se pone una soga para ir al colegio; pienso en mi esposa, quien se coloca una soga para ir a trabajar y me siento mareado. Sé que es simplemente porque a veces la soga aprieta de más, que el sentimiento de impotencia lastima más a veces, que es mejor no hacer nada y esperar a veces.

            Llego al trabajo, la soga desciende, me la quito y continúo con mi trabajo. Tecleo, veo, tecleo, confirmo, envío, observo, haciendo como que escucho. Todos ensimismados en una pantalla: teclean, ven, teclean, confirman, envían, observan, hacen como que escuchan. Yo ensimismado, aunque hoy fui con mi compañero a pedirle prestado un bolígrafo, ni si quiera se molestó en mirarme, mirar que en mis ojos había lágrimas.

            Termina el trabajo y toca regresar a casa. La fila del autobús está llena, pero hay cables y sogas por montón. Poco a poco llega la sentencia de la decisión de mi vida. Baja la soga, amarro, subo, de nuevo observo el paisaje; sin embargo, una vez arriba del autobús puedes tirar dos veces de tu cable y él aprieta tanto que te hace quedarte en un sueño perfecto. Algunos lo hacen y son desviados inmediatamente a los cementerios más cercanos donde con la inercia del movimiento los avientan a una fosa común.

            Me percato de pronto que en el sillón frente mío está un colega del trabajo. Su cable gira de pronto y le veo los ojos llenos de lágrimas, me veo reflejadas en ellas, pero no quisiera fue así, pues eso demuestra que su tristeza existe. Grita y tira dos veces de su cable, ya no podré regresarle el bolígrafo que tomé prestado de su escritorio.

            Llego a casa y me siento tan cansado. No hay nadie. Ella trabaja aún y él de regreso a casa, ambos en una soga, ¿qué si tiraran dos veces de ella? Caliento la comida en el microondas, me conecto el enchufe de la televisión en el cerebro y pasan las horas hasta que me quedo dormido.

Despierto y todo fue un mal sueño: había apretado la soga de más. Enfrente de mí ella está colgada y atrás de mí también está colgado mi hijo, los tres pendemos y vamos directos al cementerio.

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