Letras en línea
María del Pilar Alva Cerón
Licenciatura en Comunicación Social
División de Ciencias Sociales y Humanidades
– ¡Pilón Jícara!
Un golpe se escuchó. Bueno, en realidad no fue un golpe, más bien fue una zambullida. Específicamente una zambullida en una pileta. A ver, comienzo otra vez.
Dominico Junior, después de practicar piano por dos horas, se quitó los pantalones, las blancas calcetas, que por cierto tuvo el detalle de doblar y descansar sobre la cama, pues su madre lo regañaba siempre por dejarlas percudidas… como decía, se quitó las calcetas, los pantalones y la incómoda camisa de botones. En pocas palabras: Dominico Junior estaba en calzones y se acababa de zambullir en la pileta.
Dentro, él la pasaba de maravilla.
Fuera, su abuela en silla de ruedas, lo miraba con ojos disgustados desde la ventana.
En eso, entró a la casa Junior, padre.
– ¡Madre, mi madre! – saludó Junior a la vieja mujer.
– ¡Hijo de tu madre! -contestó ella.
– Eh ¿por qué tan molesta? Es muy temprano para estar con esa cara que tiene, anímese un poco, madre, que la cara se le arruga más.
– Mira a Junior
– ¿Me miro al espejo?
– No, imbécil, Junior tu hijo.
– ¡Ah ese Junior! ¿Dónde está, eh? Vine para llevármelo a las carreras.
Al momento, Dominico Junior volvió a zambullirse en la pileta, gritando a todo pulmón:
¡Pilón Jícara!
El rostro del padre se ensombreció, al escuchar el grito. La abuela podía adivinarle el pensamiento. Lo miró, lo penetró con esos ojos, pudo verle el corazón y la herida que se coloreó de dolor otra vez. Le miró la garganta. Vio cómo el tragar saliva se volvió tragarse la melancolía y el odio, el cual era casi experto en ocultar. Pero a ella no le podía esconder nada, no a ella, no a su madre.
– ¡Eh, Dominic! – gritó el padre fracturado, al abrir la ventana.
Su grito fue fuerte y claro, tanto que hasta en el fondo profundo de la pileta Junior hijo pudo escucharlo.
Dominico salió.
Mientras emprendía el viaje hasta la puerta de la casa, iba dibujando un camino de agua. El cabello se le pegaba en la frente y sus pestañas estaban caídas. Uno de los árboles cercanos soltó un hilito de aire e hizo que se le pusiera la piel de gallina. El viento le recorrió la espalda, las cortas piernas y le susurro en el pecho. No obstante, Dominico no se estremeció, pero sí lo hizo cuando sus ojos inocentes se toparon con los de la anciana.
-Ponte un suéter, niño, que tú cuando te enfermas eres más caro que un burro.
Junior padre hizo aparecer una toalla. Bueno, en realidad, hizo un ademán a una de las sirvientas que casualmente salía con una toalla de la habitación de servicio.
– ¡Chinty, Chinty! – saludó el niño a la sirvienta
– Juniorcito, Juniorcito – contestó ella y salió presurosa, pues unos ojos la miraban de arriba abajo.
Mientras tanto, Junior padre secó a su hijo. Comenzó con el cabello, se lo alborotó; luego, los cachetes, los cuales le apretó, y los hombros que estrechó. La toalla le raspaba a Dominico como lija a una puerta.
“Mamá me seca mejor”, pensó Dominico.
– Tu madre no está – dijo la abuela.
Dominico se sobresaltó y comenzó a temblar.
– Eh, quieto no tiembles, que ya casi estás seco. Mira que guapo quedaste. Listo, mi Junior. ¿Qué andabas haciendo dentro de la pileta, eh?
– Estaba jugando papá
– ¿Y qué juego era ese?
– ¡Yo era Pilón Jícara y estaba a punto de ganarle al Oso Guerrero!
– ¿Y qué te he dicho de jugar a esas tonterías?
– Pero, papá…
– Pero nada niño, en esta casa no se habla de esas cosas, de esos desfiguros violentos, y mucho menos se dice ese nombre.
– Pero, abuela…
– Dominico, yo vine por ti.
– ¿Para salir, papá?
– Sí, claro.
Dominico pintó una sonrisa en su rostro, la cual resultó un bálsamo para el corazón de su padre.
– ¿Y a dónde vamos a ir, papá?
– ¡A las carreras!
Dominico dejó de sonreír.
– Ni lo pienses, papá.
Antes de narrar lo que sucedió después, es importante mencionar que a Dominico le aburren dos cosas: sus clases intensas de piano con la amiga de su abuela y las carreras.
Odia sentarse tres horas en una dura banca mientras que más hombres, parecidos a su padre, gritan eufóricos por coches que dan vueltas y vueltas en una pista igual de aburrida. Lo peor era el sonido que hacían los susodichos carros. Sus tímpanos le dolían y parecía que la carrera era en su cabeza. Así que no, Dominico no pensaba acompañarlo a esa tortura.
Después de que Dominico lo proclamara, antes de que la abuela pudiera reprenderle y mucho antes de que la herida del padre se abriera por segunda vez en el día, apareció la madre del chico.
Lydia de Junior entró, ignoró a la vieja y sus ojos penitenciarios. Saludó a Junior padre con beso en el cachete, sin inmutarse, sin hacerle la mayor fiesta, no se hizo la sorprendida de verlo ahí hablando con su hijo que llevaba puesta una toalla. Parecía acostumbrada a ese tipo de escenas.
Pero ella no estaba sola, después de sus tacones de aguja venían detrás unas botas de luchador.
– ¡Pilón Jícara! – gritó fuera de sí Dominico, trepándose al dueño de las botas.
– ¡Dominico, el tilico! – respondió Pilón Jícara atrapando al niño entre sus ropas.
Todos miraron la escena y había tres perspectivas:
La más vieja echaba rayos.
La más lastimada quería echarse a llorar.
La recién llegada se conmovía.
– Estás todo mojado, tilico, ¿pues qué andabas haciendo?
– ¡Estaba a punto de ganarle al Oso!
– ¡No!
– ¡Sí!
– ¿En serio?
– ¡Sí!
– ¿No me engañas?
– ¡Jamás!
– ¿Me lo juras?
– ¡Con mi vida!
– ¿Lo sostienes?
– ¡Lo sostengo!
– Pues cierra los ojos
– ¡Los cierro!
Pilón Jícara sacó algo de sus ropas.
– ¡Ábrelos!
Los ojos de Dominico Junior se abrieron, su boca se le unió y alzó mucho los brazos. Parecía que iba a explotar en cualquier momento.
– Un trozo de tela -escupió la abuela para sí. Bajito para que no la escuchara el nieto, pero alto para que su exnuera el comentario le entrara por las entrañas.
El efecto funcionó, pues el encanto de la escena se esfumó y fue cuando enfrentó a Lydia. La miro directamente a los ojos. No decían nada, pero sus ojos lidiaban una batalla discreta, sangrienta. Una golpeaba, pero la otra no se dejaba. Contraatacaban y se herían mutuamente. Era algo impresionante.
En el otro lado de la guerra, Junior también luchaba consigo mismo.
Peleaba con la escena que miraba, peleaba contra el impulso de abrazar a la todavía señora de Junior, suplicarle que no lo dejara, que podía mejorar, que él la amaba como nunca había amado a nadie, quería pelear con el momento en que ella le pidió el divorcio. También quería pelear con las sirvientas, quienes se habían asomado mientras reían tontamente, y se sonrojaban por la llegada del no invitado.
Y sí, quería pelear con él. Con el hombre que sostenía a su hijo y había cautivado a su mujer mientras él estaba en las carreras. Sabía que no ganaría, ni de chiste ganaría, pues era más delgado y pequeño que él, pero al menos lo hubiera intentado, hubiera hecho un esfuerzo y su hijo lo vería con otros ojos: el idiota que enfrentó a Pilón Jícara, ¡qué valor, qué agallas!
Pero ahí estaba, petrificado, luchando con todos y a la vez con nadie.
Se detuvo la masacre cuando Dominico Junior, ya con los pies sobre el suelo y capa puesta, posaba como el futuro padrastro: manos sobre la cintura, pecho de fuera y rostro vanidoso.
Aquella imagen le daría pesadillas al padre. A la abuela le sacó una hernia y a la exmujer le envenenó el corazón de amor.
En fin, el padre terminó marchándose de inmediato y se escondió para siempre en el ronroneo de los carros. La abuela, que había perdido en la batalla ocular, se retiró airosa a sus habitaciones mientras mandaba a una sirvienta a sacar todas las pertenencias de la ex nuera.
– Le pediría que las eche por la ventana, pero sé que no lo hará, servidumbre traicionera.
En cuanto a la trinidad faltante, Dominico, le pidió permiso a su mamá para seguir jugando en la pileta. Ella contestó que no, que debían salir pronto, pues Pilón tenía lucha esa tarde. No obstante, la negativa no duró mucho, pues Pilón, abogó:
-No le hará daño a nadie, ¿qué dices Lydia? Yo también me quiero echar a la pileta y derrotar con Tilico al Oso, de una buena vez por todas.
Lydia no pudo negarse.
Dominico gritó:
– ¡Pilón Jícara!
Y se volvió a zambullir.