Letras en línea
Zendy Adriana García Moreno
Licenciatura Política y Gestión Social
División de Ciencias Sociales y Humanidades
En el año más extraño de mi vida hubo una pandemia. Recuerdo que recibí el 2020 a lo grande: bailé, me emborraché y me enamoré de una preciosa sonrisa, o tal vez sólo fue mi estado de ebriedad lo que me hizo verlo así, porque ahora que lo pienso, esos dientes tan perfectos daban un poco de miedo.
Ese romance de año nuevo se formalizó en febrero, demasiado precipitado, lo sé y si en ese momento hubiera sabido que era una pésima idea, habría dicho que no a su propuesta de vivir juntos, pero ya ven que dicen que “el hubiera no existe”, así que gracias a eso pasé los peores meses de mi vida y, para empeorarlo un poco más, la pandemia nos obligó a quedarnos encerrados.
Los primeros días fueron un verdadero idilio, nos sentíamos en nuestro propio paraíso artificial, no había nada que pudiera alterar nuestro Jardín del Edén. Triste infeliz, ilusa.
Dos meses después, a causa del encierro, él desarrolló un tipo de ansiedad que lo hacía querer fumarse media cajetilla de cigarros al día y yo odiaba con el alma ese amargo aroma. Esa fue la primera discusión que tuvimos, aquella noche él durmió en el sofá y al día siguiente estuvo todo el día pegado a la computadora, no me dirigió la palabra y yo tampoco lo hice, hasta la hora de la cena, donde nos pedimos disculpas y él se comprometió a controlar sus hábitos nicóticos.
La segunda vez que discutimos fue al llegar al supermercado. El día anterior me dediqué a lavar y desinfectar el carro, como lo hacía él desde que comenzó la pandemia. Saqué los tapetes, recorrí los asientos y limpié los tableros y la guantera, estaba orgullosa de mi trabajo, hasta que llegamos a hacer las compras. En la guantera del carro él siempre guardaba un paquete de cubrebocas, yo los había sacado mientras limpiaba y olvidé guardarlos de nuevo. No sé si fue porque en esos días él estaba estresado por asuntos de su trabajo o si simplemente tenía ganas de pelear, pero reaccionó muy mal, me gritó que no volviera a tocar nada de su carro. Yo tontamente le pedí perdón, como si se tratara de algo menos simple que un error humano.
Regresamos al departamento y me encerré en la habitación a llorar toda la tarde. Llamé a mi madre para contarle y ella sólo me dijo que yo tenía la culpa y que estaba exagerando la situación. Enojada colgué el teléfono sin siquiera despedirme, porque, ¿cómo era posible que le diera la razón a él y no a mí?
Discutíamos al menos tres veces a la semana: por sus hábitos de limpieza, por sus comentarios desagradables sobre mi trabajo, hasta por quién dejó destapada la leche; pero siempre terminábamos reconciliándonos y así seguía pasando el tiempo.
En el mes de junio me llamó mi hermana para decirme que mi madre había contraído el virus. Por primera vez en mi vida me quedé muda ante el llanto desconsolado de mi hermana. Mi madre, con su diabetes, era parte de la población de alto riesgo, así que ambas sabíamos que existía el peligro inminente de que no lograra superar la enfermedad.
Una vez que salí de mi shock, corrí a la habitación a contárselo. Él simplemente me miró y me dijo que me calmara, me abrazó por unos minutos mientras me decía que todo saldría bien. Salí de mi casa a la de mi madre para ir a cuidarla junto con mi hermana, fueron los días más difíciles de mi vida, junto al temor latente de perderla, también imperaba el miedo a contagiarme y no poder cuidarla, como le pasó a mi hermana, que dos días después de mi llegada comenzó a sentirse mal y, por ende, tuve que aislarla, así que ahora era solo yo, al cuidado de mi madre y de mi hermana. Todas las noches él me llamaba para preguntar cómo iba todo y yo le contaba los acontecimientos entre lágrimas, era el único momento en que podía permitirme verme vulnerable, porque durante el resto del día tenía que ser fuerte y demostrar firmeza ante mi madre y hermana; tenía la idea de que eso ayudaría a que mejoraran más rápido.
Un viernes por la noche, mi madre comenzó a sentir un fuerte dolor en el pecho y entré en pánico porque no sabía exactamente qué hacer, llamé a una ambulancia, pero me dijeron que tardarían
al menos una hora en llegar y que no era seguro que consiguiera una cama para mi madre. Asustada me acerqué a mi madre para ver en que podía ayudarla, tenía ambas manos sobre su pecho y una expresión desgarradora en el rostro Tenía enrojecidas las mejillas y sudaba como si hiciera demasiado calor, aunque yo sentía que me congelaba, más por los nervios y la preocupación que por el clima de la habitación. Entonces, ocurrió lo peor. Hizo todo para aferrarse a la vida, pero se quedó sin fuerzas, corrí y la sostuve entre mis brazos, la miré y ella levantó la mano hacia mi rostro, pero la dejó caer antes de tocarme. Sus ojos se cerraron lentamente, pude sentir cómo se detenían las violentas contracciones de su cuerpo y, de pronto, cualquier espectro de vitalidad se perdió en las penumbras de la habitación.
No pude llorar. A veces, el dolor tiene que omitirse para dar paso al sentido de la responsabilidad. En ese instante, necesitaba mantenerme lúcida para llamar a las autoridades correspondientes. Mantuve la calma, me movía por inercia, como si fuera un robot programado para no sentir. Caminé a la habitación de mi hermana, ella ya había superado el virus y se encontraba mejor.
El color que ya había vuelto a sus mejillas desapareció tan pronto como le dije que nuestra madre acababa de fallecer. Ella sí lloró desconsolada y amargamente, incluso sentí un poco de envidia, porque yo no podía derrumbarme como ella y desahogar todo el dolor.
Lo llamé. Uno, dos, tres timbrazos, buzón de voz. Lo intenté toda la noche entre periodos de una hora, pero jamás tuve respuesta. No podía escribirle un mensaje, necesitaba escucharlo, mucho más que ningún otro día, que me dijera que todo estaría bien, que fuera mi apoyo emocional, que me ayudará a sobrellevar la situación; pero en medio de la fría madrugada, con mi madre muerta en la habitación contigua y mi hermana devastada, por primera vez, me sentí completamente sola.
A las siete de la mañana llegaron a mi casa una ambulancia y una patrulla. Entraron dos personas vestidas con un traje blanco que los cubría de pies a cabeza. El oficial comenzó a hacerme preguntas y yo respondí todas con la mayor precisión. Una vez que corroboraron que la causa de muerte fue un paro cardiaco derivado de complicaciones por COVID-19, dijeron que se llevarían el cuerpo de mi madre para incinerarlo. Ni siquiera me dejarían darle un funeral digno. Me ordenaron cambiarme la ropa, quitar las sábanas y se llevaron todo en bolsas especiales. Antes de irse, desinfectaron la habitación a profundidad.
Pasaron casi cinco días hasta que por fin pude descansar. Mi madre decía que ni muerto se libraba uno del gobierno y tenía razón, porque batallé para sacar el acta de defunción, pues como estábamos en plena pandemia, los trámites, que ya de por sí son lentos, se volvieron eternos.
Estuve aislada una semana más, hasta que di por hecho que no estaba contagiada. Dejé la casa de mi mamá y regresé al departamento. Al llegar a casa, él, estaba tumbado en el sofá, comiéndose unas papas.
No le dirigí la palabra, pues estaba muy enojada porque respondió mis llamadas hasta el lunes en la mañana. Despreocupadamente, me preguntó que qué había pasado. Cuando le dije que mi madre había muerto, se disculpó incansablemente por no responder. Argumentó que había estado trabajando arduamente todo el fin de semana y que por eso no pudo responder mis llamadas, pero yo no quise oír nada, así que colgué y no respondí sus llamadas y mensajes mientras estuve aislada.
Me vio entrar y saltó a abrazarme. Siguió disculpándose. Cuando vio que nada funcionaba, se hincó frente a mí y rogó perdón.
–Sé que no hay nada que cambie el hecho de que te dejé sola en el momento más difícil de tu vida, pero, juro que a partir de hoy haré todo para compensarlo, sabes que te amo, por favor, no me castigues… –imploró.
Culpo a mi dolor por dejarme derrumbar frente a él cuando me dijo todo eso. Dejé que me abrazara y por fin, pude llorar. Lloré y lloré, le conté sobre todo el miedo que había sentido, sobre la devastación que había experimentado y sobre lo difícil que fue mantenerme fuerte. Realmente en ese momento, sentí que mi madre podía descansar en paz, porque tenía a un buen hombre a mi lado que no dejaría que cayera. Triste infeliz, ilusa.
A la semana siguiente, sentí que debía hacer una cena especial para él, porque había sido comprensivo conmigo durante todo el tiempo que mi madre estuvo enferma y como él iba a su oficina tres veces a la semana, aproveche uno de esos días y fui al supermercado a comprar todo lo necesario.
Preparé lasaña, puse a enfriar una botella de vino, decoré la mesa con pétalos de flores, encendí una vela aromática y puse música relajante. Era perfecto hasta que alguien tocó a la puerta, interrumpiendo mi momento de paz.
Mi vecina doña Lupis solía dejarme una caja de galletas de vez en cuando, porque cuando salía de viaje, yo cuidaba a su gato Neymar.
–¡Que bueno que ahora si saliste a abrir tú, Sarita! Me dio mucha pena la otra vez que salió tu marido con el torso descubierto, sentí que interrumpí y nada más escuché tu risa.
No estaba entendiendo nada.
–¿Cuándo paso eso, doña Lupis?
–Ay, Sarita, ¿no te acuerdas? Si fue el viernes pasado.
Me quedé congelada. Puse una de esas sonrisas incómodas que usualmente utilizó cuando siento tanta confusión que no sé que decir. Le agradecí y ella se fue. Mi corazón latía fuertemente. Sentía los oídos tapados y la caja de galletas se me cayó de las manos porque no paraba de temblar. Busqué desesperadamente por todo el departamento algún indicio de que otra mujer hubiera estado aquí…
El viernes pasado yo estaba con mi madre moribunda, pasando por la experiencia más traumática de mi vida. Por eso él no respondió mis llamadas, por eso me ignoró todo ese fin de semana, por eso me dejó sola en el momento más difícil… Porque estaba con otra, y el arete debajo del sofá, era la prueba.
Me dejé caer física y emocionalmente en medio de la sala, lloré, maldije, lo odié… Hasta que caí en la cuenta de que no podía dejar que me viera así, derrotada una vez más. Le pedí a mi madre que me enviara fuerzas desde donde quiera que estuviera, porque iba a necesitarlas más que nunca.
Me levanté, limpié mis lágrimas, respiré hondo, metí todas sus cosas a su maleta y la dejé sobre la cama, luego fui a arreglarme. Me puse un vestido rojo y unos zapatos de tacón muy altos. Hice el esfuerzo de maquillarme, me perfumé y peiné mi cabello. Eran las ocho de la noche. Me senté a esperarlo en medio de la sala, con las luces apagadas, lo único que impedía la oscuridad absoluta, era la tenue luz de las velas, tenía una copa de vino en mi mano cuando llegó y dejó sus cosas en el sofá.
–Buenas noches, cariño, ¿cómo te fue? – pregunté tranquilamente.
–Muy mal, amor… – me contó su día, pero no puse atención.
–Es un lástima, cariño, pero mira, hoy he preparado algo especial. – señalé la mesa.
–No debiste, amor –dijo y sonrió con esos malditos dientes tan perfectos.
–Tienes razón, No debí –respondí y tomé el arete que había puesto sobre el mueble de la televisión. –Dime, cariño, ¿qué es esto? –puse el aro de metal frente a él.
Palideció.
–No lo sé. ¿Es un arete tuyo? – dijo y luego carraspeó.
–Oh no, cariño, yo nunca usaría algo tan feo.
Lo dejé caer al piso y caminé a la cocina, el refractario de la lasaña estaba sobre la barra, lo tomé y sin miedo a quemarme las manos tomé un poco y poniendo todo mi enojo, mi frustración del encierro, mi hartazgo de la pandemia de los últimos meses y el dolor de la pérdida y la traición a flor de piel, se lo lancé.
–¡Eres… un… maldito… traicionero! – más lasaña volando hacia él.
Él esquivaba cada uno de mis grasosos proyectiles.
–¡Me… dejaste… sola! Infeliz, rata asquerosa. –los insultos salían sin cesar, y me sorprendían incluso a mí misma.
–¡Cálmate! Hablemos tranquilamente. – rogaba Él.
–¡Soporté todos tus malditos hábitos desagradables, me quedé callada para no causar más problemas, me tragué mis palabras, aguanté tus regaños, dejé que fumaras dentro del departamento a pesar de que odio el olor, nunca me ayudaste a pagar el alquiler. Incluso perdoné que me dejaras sola cuando mi madre murió! Y tú, me traicionas vilmente en mi propia casa –estaba respirando difícilmente. Sentía mis mejillas arder.
Se me acabó la lasaña. Sentí el impulso de dejar caer el refractario, pero lo pensé mejor, era demasiado bonito y no iba a romperlo por el imbécil frente a mí. Ese objeto tenía más valor que él.
–Ve por tus cosas, ya está todo en tu maleta, no quiero verte nunca más.
–Pero, amor, justamente hoy me corrieron, ¿Dónde voy a conseguir trabajo si estamos en pandemia? No voy a encontrar un lugar donde vivir. Por favor, resolvamos esto.
–Eso es problema tuyo, vete ya o voy a tener que sacar tu maleta yo misma y no queremos un escándalo allá afuera, seguro los vecinos ya deben estar preguntándose que sucede –hablé con la mayor firmeza que pude.
Cuando se dio cuenta de que no iba a cambiar de opinión, se levantó dignamente y fue a la habitación por sus cosas. Antes de salir, se detuvo a decirme una sola cosa que, hasta hoy, aún me da coraje.
–La lasaña estaba salada.