Epitafios, inmortales y desaparecidos Invitación a la lectura de Muerte, ilusión, espacio y creación de Claudia Paz
Alonso Pérez Gay
Vamos a leer
El famoso comediante estadounidense Groucho Marx dejó instrucciones precisas para su sepulcro. Pidió que su epitafio dijera: “Perdone que no me levante a saludarlo”. También pidió que se le enterrase justo arriba de Marilyn Monroe. Pero la muerte es cosa de los vivos y Groucho fue cremado y en la pobre tapa de su nicho en el Eden Memorial Park de Los Ángeles, California, no queda nada de su humor irreverente y sólo se puede leer su nombre y las fechas que enmarcaron su existencia, a saber 1890-1977, separadas por una estrella de David. Algo parecido le pasó a Miguel de Unamuno, quien dejó escrito que grabaran en su lápida la siguiente frase: “Sólo le pido a Dios que tenga piedad con el alma de este ateo”. Pero quien estuvo a cargo de las exequias grabó otra de las frases del escritor español en su lápida en el cementerio de Salamanca. “¿No es el espacio funerario una prolongación del deseo?”, se pregunta la maestra Claudia Paz Román, en Muerte, ilusión, espacio y creación.
En Muerte, ilusión, espacio y creación, ensayo que da título al libro, Claudia Paz resuelve en un plumazo esa paradoja de deseos incumplidos cuando afirma:
La creación de un espacio funerario es transgresora, porque en él habita lo que es imposible de habitar. Es la paradoja tangible y la ruptura de lo cotidiano, es la distancia infranqueable. Es ese otro lugar, que existe solo en nuestra imaginación y al que todos llegaremos algún día. Espacio de vivos que alberga ilusiones.
En Muerte, ilusión, espacio y creación, ensayo que da título al libro, Claudia Paz resuelve en un plumazo esa paradoja de deseos incumplidos cuando afirma:
La creación de un espacio funerario es transgresora, porque en él habita lo que es imposible de habitar. Es la paradoja tangible y la ruptura de lo cotidiano, es la distancia infranqueable. Es ese otro lugar, que existe solo en nuestra imaginación y al que todos llegaremos algún día. Espacio de vivos que alberga ilusiones.
Este libro no reniega del dolor que acompaña a la muerte. Más aún, ataja con reflexiones llenas de sentido muchas de las caras de la parca, la huesuda, la calaca, la calavera, la pelona, la canica, la sin dientes, la sonrisas, la temblorosa, la patas de alambre, María Guadaña, pues; la segadora, la igualadora, la afanadora, la polveada, la catrina, la chingada. A través de los textos que componen este libro, Paz Román recoge testimonios y los expone como declaración manifiesta de la extraña sensación que nos embarga cuando nos preguntan sobre nuestra propia muerte. ¿Ser enterrado o ser cremado? “Recordé a mi padre mientras leía este libro. Él suele decir con supina elegancia, cuando se asoma la muerte a la conversación: “Miren, cuando yo esté muerto hagan conmigo lo que se les de su rechingada gana”. Mi madre, que él supone que lo sobrevivirá, alza los hombros y asiente como cualquier cosa. Vuelvo al punto. La muerte es cosa de los vivos. Quizá éste sea el mensaje cardinal del libro que hoy presentamos.” Pero Claudia Paz va más lejos. Psicóloga social y psicodramaturga (si se acepta el neologismo), desenreda la madeja mortuoria y nos encara con reflexiones que derrumban por completo la lacónica sentencia de mi padre.
Es abrumador pensar en la ausencia de un final. Al mismo tiempo, nadie lo desea. No conocemos más que estar vivos. Pero el fin supone un descanso. No por nada la frase fúnebre por excelencia es Resquiescat in Pacem, rip por su siglas en latín. Descanse en paz.
Jorge Luis Borges dejó escrito en “El Inmortal”, el primer cuento de su antología ya canónica El Aleph, que “ser inmortal es baladí; menos el hombre, todas las criaturas lo son, pues ignoran la muerte. Lo divino, lo terrible, lo incomprensible es saberse inmortal”. De tal forma que los inmortales, personajes del cuento, son seres mudos, quietos, absortos en ver cómo se repite su falsa existencia, seres sin recuerdos ni porvenir que trazan líneas en la arena y las borran después, eternamente aburridos.
Necesitamos de la muerte y de sus templos. Traigo aquí dos epitafios célebres de un par de poetas de lengua inglesa (en palabras de Paz Román “la última frase marcada en el mundo de los vivos”). Un par de autores cuyos deseos sí llegaron a la piedra. En la tumba de la estadounidense Emily Dickinson se puede leer: “Me llaman de regreso”. Mientras que el británico John Keats dejó sobre sus restos y para la posteridad esta frase: “Aquí descansa aquel cuyo nombre fue escrito en el agua”.
Una verdad como una montaña: nadie quiere estar en un funeral. Estos textos demuestran que es, por demás, necesario.
Aquí es difícil no mencionar a las miles de madres buscadoras que hoy en México remueven la tierra para encontrar los restos de sus hijos. “La importancia de la ocupación de un espacio para los muertos”, en palabras de Paz Román. “Un lugar en el espacio es un lugar en el recuerdo”. Muchas de esas madres aceptan el fatal destino de sus parientes, pero continuaron en la búsqueda. Porque morir no es lo mismo que desaparecer. La guerra que se libra desde hace años en este país es madre de muchas tragedias. La más honda tal vez son los casi 100 000 desaparecidos; 100 000 historias detenidas en un limbo inexistente entre la vida y la muerte.
Muerte, ilusión, espacio y creación de Claudia Paz Román reivindica, sin panfletos ni consignas, el valor de reclamar un cuerpo, de llorar la muerte, de asumir el fin.
En el ensayo “El cuerpo perdido”, la maestra Paz recurre a Tolstoi para transmitir el pasmo de la muerte. El aviso inminente, contrario a la sorpresa, la evidencia del final. “La muerte no está ahí en el acto de morir”, apunta la autora. Posiblemente sea el final de su omnipresencia, por lo menos para el que muere. León Tolstoi escribió en el clásico universal “La muerte de Iván Ilich” que “la vida es poca y la muerte es insuficiente”. Este personaje arquetípico es señalado por Paz Román como centro de un discurso que no ha de pasarse por alto: todos hemos de morir, pero caer enfermo, envejecer y presentir la muerte es el verdadero careo con el fin de la existencia, mucho más que el final mismo. Para el vivo su propia muerte existe mientras no sucede, sólo mientras nos ronda y nos desvela. Acaba, plena, cuando se consuma.
Siguiendo el hilo de la maestra Paz me encontré con este pasaje de Crimen y castigo de Fiódor Dostoyevski, que pone en voz de uno de sus personajes la siguiente reflexión: “Los fantasmas son retazos y fragmentos de otros mundos, su comienzo. El hombre sano, por supuesto no tiene por qué verlos, porque es ante todo hombre de este mundo y por tanto debe vivir únicamente esta vida terrena si aspira al orden y la perfección. Pero en cuanto cae enfermo y se quebranta el orden normal, ‘terrestre‘, del organismo, despunta la posibilidad de otro mundo; y cuanto más grave es su dolencia, más se acentúa la posibilidad de contacto con ese otro mundo.”
La publicación de este libro se hace posible gracias al trabajo de la Red de Estudios de Espacios y Cultura Funerarios, que comenzó su historia en el 2007 y no dejan de ser conmovedoras la serie de dedicatorias que la maestra Paz va dejando en el camino; como en el camino se quedaron sus profesoras, sus amistades y sus amores. Son los fantasmas que Claudia Paz verá cuando llegue el momento, ella lo sabe.
Basta decir, para quien se acerque a este libro, que la presencia de las letras de Max Rojas revela la veta poética de la autora y nos explica los caprichos de su pluma. Quiero pensar en Claudia Paz haciendo suyas las palabras del poeta chiapaneco Jaime Sabines: “siempre está esperando a que los muertos se levanten, que rompan el ataúd y digan alegremente: ¿por qué lloras?”.
Cabe decir por último, que Paz repartió, a través de estas ponencias e investigaciones, verdaderos aforismos que reciben a la muerte con una sonrisa cómplice y una mano en la cintura. Escuchen el siguiente: “Tener un hijo, plantar un árbol, escribir un libro y morir está bien […] resguardarse del olvido, vencer a la muerte”.
Así, maestra Claudia Paz, yo sé bien que tuviste un hijo, supongo que habrás plantado un árbol, acaso en la montaña de El Ajusco y, con este libro, te has resguardado del olvido; por lo menos para mí venciste a la muerte.
Vamos a leer