O un texto sobre la escritura y mis traumas y mis problemas y todo aquello que quieren que comparta
Fernando Valle Suárez
Licenciatura en Comunicación Social
División de Ciencias Sociales y Humanidades
Me he visto sorprendido, una vez más, recordando los momentos clave en mi vida que, no sin ser menos importantes que cualquier otro, marcaron el rumbo de mi escritura: escritura como un ente ajeno a mí, del cual no tengo control, pues no me pertenece.
Si no me equívoco, todo comenzó en la infancia, como casi siempre pasa cuando de dolorosos traumas se trata.
Para ser preciso, fue en vísperas de mi décimo cumpleaños. Fui hijo único de un muy joven matrimonio. Quedé como hijo de un solo padre muy pronto también. Escasos días antes del cumpleaños señalado, mi madre tuvo alguna complejidad en su salud, la llevaron a un hospital, la apartaron de mí. Quedé a cargo de mi padre desde ese día, desde mi cumpleaños, desde el funeral.
En la funesta reunión de aquel domingo por la mañana, dónde se colocó a mi madre tres metros bajo tierra, me sentí terriblemente incómodo al ser el centro de atención de casi todas y cada una de las miradas que los presentes, ya sea por lástima, empatía o genuino dolor, depositaban en mí.
Dichas miradas, poco a poco y con el pasar del tiempo y los respectivos protocolos propios de un funeral, fueron cambiando de actitud e intención, del mensaje que llevaban detrás. Ahora las sentía llenas de enojo, de frustración, incredulidad, decepción, molestia, indignación. Desconocía el porqué de este abrupto cambio, pues no había modificado mi actitud ni un momento, así como tampoco me había comportado de forma que provocara semejantes sentimientos a los ahí reunidos. No, yo me mantuve igual de principio a fin: parado a un costado de mi padre, tomándole la mano mientras él atendía los interminables abrazos de condolencias, sereno, sin llorar, tan sólo un poco, estoico. Así me recuerdo.
Un par de meses después de aquel 24 de abril, mi padre llegó muy de noche a casa; llevaba haciéndolo así desde que mi madre murió. Se acercó a mi cama y acostándose junto a mí, me dijo que juntara toda mi ropa en unas maletas. Claro, esta fue la interpretación más clara, aunque no por ello correcta, de lo que entendí que dijo mi padre, pues he de decir que su embriagante aliento y adormecida lengua no hacían fácil la traducción de sus palabras. Eran casi las dos de la mañana cuando llegamos a casa de mi tía Gertrudis, hermana de mi mamá.
En una enorme casa al poniente de la capital es que crecí por un tiempo. Ahí supe de costumbres recatadas, hábitos saludables y comportamientos esperados para un niño como lo era yo en aquel entonces.
Aceptar estos cambios no fue fácil, ni un poco. Primero recuerdo la impresión que le provoqué a mi tía cuando me vio tomar los cubiertos con el brazo izquierdo. No lo concebía, no lo toleraba. Inmediatamente hizo que me acostumbrara al uso, cómo se debe, de la mano diestra al momento de realizar mis actividades cotidianas. El primer intento fue un fracaso, no así el segundo, pues al tener el brazo amarrado en la espalda era por demás obvio que si no era por las buenas, sería por las malas el que dejara a un lado mis manías siniestras. Escribir, lavarme los dientes, comer la sopa, saludar a la demás gente, todo eso y más, desde ese entonces y hasta ahora, tengo a bien hacerlo con la mano derecha; cosa contraria, por muy gracioso que parezca, no fue así con mis pies, pues de eso no se preocupó mi tía. Ahí sí continúo siendo dominante con la zurda, pero en eso quién se fija.
Semanas después, cuando ya me adapté a este nuevo régimen, tuve a bien ganarme el derecho a poder referirme a mi tía Gertrudis como Tula, o tiíta, cualquiera de esas dos formas. Atrás quedó el formalismo con el que nos presentaron, con el cual debía lidiar hasta haber acatado todas las reglas de la casa: aquéllas que regirían mi vida.
Además, otro de los privilegios que también debía ganarme, era el de tener acceso a cualquier parte de la casa, con excepción, claro está, de la habitación de Tula; por lo demás, todo ese espacio era mío. Conocí su enorme biblioteca, lugar en el que me refugié por casi dos años y donde estaba escondido, muy al fondo, detrás de unos muebles y tapado con unas telas viejas, un retrato de la tía Gertrudis bastante desgastado de casi dos metros de alto. Ahí pasaba gran parte de mi vida, ya que de ocho de la mañana a dos de la tarde, todos los benditos días desde mis diez hasta mis doce años, tenía clases particulares con mi tiíta acerca de materias varias, incluído, por supuesto, el catecismo.
Llegada la edad en que debía ingresar a la secundaría, Tula aún se rehusaba a dejarme salir de la casa, mucho menos convivir con los demás chiquillos que quién sabe qué educación recibieron por parte sus padres. Ella sentía una gran responsabilidad hacia mi padre, a quien muy de vez en cuando yo veía; quizá dos o tres veces al año y en fechas de convivencia. Por lo demás, solo éramos mi tía, con su temperamento lleno de severa rigurosidad, y yo.
Pasarón los primeros meses del año escolar en que se suponía debía estar cursando primero de secundaria, y aún seguía encadenado a la enorme casa. Las clases con Tula fueron escasas, pues yo tenía más preguntas y ella cada vez menos respuestas: sus amplios conocimientos no alcanzaban para satisfacer la curiosidad del ahora insolente adolescente que vivía con ella.
Gracias a la visita del párroco Francisco, quien se rehusaba a verme, así como muchas de las demás personas que tenían a bien visitar a Tula, fue que mi tía se convenció y optó por inscribirme en un colegio privado, el mismo en el que estudió el cura Francisco y que, gracias a él la posibilidad de integrarme con el resto de compañeros de clase tuve, sin que importara que el año escolar hubiera iniciado.
La noticia no me la esperaba, así como tampoco el que de un día a otro me hicieran volver a guardar mi ropa dentro de las mismas maletas de la ocasión anterior. Esta vez no fue un viaje de madrugada, pero sí fue bastante rápida la manera en que salí de ese mi hogar desde hacía dos años. Tula no se despidió de mí, no hizo siquiera el intento. Únicamente miró cómo el padre Francisco subía mis maletas en la cajuela de un taxi, desde la ventana que daba a la calle. Antes de abordar el auto torné mi vista hacía donde estaba ella y vi como esbozaba un liberador suspiro; por primera vez la vi aliviada, quizá hasta feliz, pues aunque no tenía una sonrisa de oreja a oreja, su semblante dejaba entrever un ligero hundimiento en sus comisuras: característica propia de una ínfima sonrisa.
En el internado Sagrado Corazón de Jesús todo fue más fácil, de eso no había duda. Ni la más intransigente disciplina que intentaron inculcarme podía compararse con la rigurosidad con que me eduqué bajo la tutela de mi tiíta. Muchas de las cosas, sobre todo aquellas en que estaba involucrada la fe, las sabía al derecho y al revés y, con riesgo a sonar petulante, hasta una que otra plegaria me sabía en latín. Pero eso poco o nada importaba a los clérigos que fungían de docentes; para ellos la constancia y disciplina no eran sometidas a votación, debían acatarse, obedecerse y repetirse al siguiente día con una oración, evangelio o liturgia diferente a la que estudiamos ese día.
Por otra parte, fuera del ámbito escolar, la convivencia con los demás compañeros no fue tan llevadera como lo había supuesto erróneamente. Empecé a conocer jóvenes, más grandes que yo, quienes molestaban a los demás aprovechándose de su gran estatura y fuerza física. Todo eso, evidentemente, bajo la completa ignorancia de los padres que gobernaban puertas adentro.
Al poco tiempo de acostumbrarme a las nuevas rutinas, conocí a un compañero de apariencia sombría y carácter inquietante, se llamaba Demian y se apellidaba tan raro que ni siquiera haré el intento de escribir su apellido. Gracias a él conocí otras maneras de concebir la vida más allá de la disciplina, la sumisión y la fe. Hablaba mucho acerca de la voluntad y cómo ésta regía el actuar del hombre. Comenzamos a pasar mucho tiempo juntos, casi siempre yo escuchaba cualquier cosa que él decía. Demian tenía cierta actitud hipnotizante que no hacía sino conseguir que te interesaras en todo tema del que estuviera hablando.
Casi un año después conocimos a Samir Musharrafie, un joven bastante diminuto, de tamaño y carácter. Era apenas una avecilla dentro de este corral lleno de fieras. Junto a él, Demian y yo pasamos muchas tardes divertidas. Conseguimos que Samir lograra convencer a su padre de darle una mensualidad extra como compensación por haberlo abandonado ahí, y dentro del internado intercambiábamos ese dinero por mezcal casero. Hablábamos de cómo sería nuestra vida una vez hubieran transcurrido los cuatro años que faltaban para graduarnos. Samir quería emprender un negocio restaurantero. Demian, por otra parte, nos hablaba de cuál asombroso sería conocer otras nuevas culturas, menos aprehensivas y más tolerantes, lugares donde la educación fuera abierta, plural, y no rígida y uniforme. Yo, en cambio, no tenía idea de qué hacer con mi vida una vez que cumpliera los 18 años y dejara el internado.
Una noche entraron a nuestro dormitorio tres padres, acompañados de dos policías y nos hicieron despertar de inmediato. Aún no habían prendido la luz, pero hicieron sonar su silbato aturdidor. Tan pronto como pudimos ponernos en pie, Fray Lorenzo nos reprendió con una pregunta bastante sencilla, pero en la que cabía bastante incertidumbre:
–¿A dónde fue?
–¿Quién? –preguntó algún compañero.
–Demian, ¿a dónde fue? –preguntó nuevamente, jugando su papel de inquisidor.
Samir y yo nos miramos fijamente, primero con desconcierto, luego con sorpresa. Ambos miramos vacía la cama de Demian y volvimos a hacer coincidir nuestras miradas, compartimos una complicidad abrumadora. Tiempo atrás, en una de nuestras borracheras clandestinas, Demian dijo que algún día, cuando su razón hubiera descansado y la manía ocupara su lugar, saltaría las bardas por la madrugada y correría hasta que sus piernas dejaran de responderle y, estando ya muy lejos, se detendría, dejaría sus ropas en el suelo y emprendería su destino de vida. No sólo no lo tomamos en serio, sino que tampoco lo creímos capaz de hacer cosa semejante. Nuestro error.
El tiempo pasó más lento desde aquella noche. Años más tarde salí del internado con la firme intención de no volver a tener ninguna relación con nada que estuviera ligado a la vida religiosa llena de hipócrita castidad. En cambio, comencé a frecuentar lugares en los que creí que estaría alguien como Demian: cafés universitarios, foros de discusiones, bares repletos de gente joven, nada. Mientras más buscaba a Demian, más me iba perdiendo a mí mismo. Aquellas buenas costumbres que aprendí con Tula las fui abandonando paulatinamente, entre ellas el recato, la prudencia, la cordura.
En alguna ocasión encontré a Samir dentro de un bar. Se le veía bastante bien, con nueva actitud y atuendo. Él iba con sus compañeros del trabajo, jóvenes malencarados, muy ruidosos. Me vio desahuciado en el alcohol, rodeado de gente mucho mayor que yo, y en un acto retroactivo de favores, optó por sacarme de ahí.
Caminamos por una playa cercana a donde estábamos, mientras hablamos de cómo había sido nuestra vida desde que salimos del internado hasta ese preciso momento en que nos encontramos.
Todos los caminos conducían a Demian. Coincidimos, eso sí, que desde aquella noche algo se rompió dentro de nosotros. Una enorme duda asfixiante se albergó en nuestro interior. A medida que la noche avanzaba, nuestra caminata también lo hacía. Atrás ya habían quedado las personas que tanto bullicio provocaban en la costa. Encontramos un pequeño lugar en el que había unas pocas piedras, y ahí nos acostamos a platicar hasta que nos alcanzara el sueño y pasara la noche.
A la mañana siguiente el Sol incandescente me despertó muy temprano. Estaba aturdido, deshidratado, molesto. Samir notó mi presencia, ahora activa. Me ofreció algo de comer y yo lo rechacé. Él insistió y yo continué rechazando sus buenas intenciones. Le pregunté bastante irritado acerca del por qué él pudo continuar su vida, aunque sufrió la misma pérdida que yo. Samir contestó que la vida no se puede detener porque algo malo ocurra en ella, eso sólo te detiene en tu verdadero propósito.
Propósito, propósito era lo que taladraba mi mente. ¿Cuál propósito tiene uno como persona?, ¿quién podría atreverse a afirmar semejante tontería? Nadie nace con un propósito, eso sólo es una falacia que consuela mentes tan pequeñas como débiles; así como las de alguien como Samir. Le lancé un golpe directo al estómago, él lo recibió como si nada hubiera pasado. De aquel enquencle flacucho nada quedaba; en cambio, trató de tranquilizarme. Nuevamente, no hice caso, sino todo lo contrario, me aventé contra él y comencé a golpearlo en repetidas ocasiones. Luego de rodar entre la arena húmeda y un Sol a plomo, Samir logró sacar debajo de su camisa un arma. Me apuntó con ella y amenazó con dispararme.
Me impacté, nunca antes me habían apuntado con un arma, nunca antes había sentido en verdadero peligro mi vida. Desconozco con qué palabras conseguí que bajara su arma. Cuando se tranquilizó, me dijo un par de groserías y emprendió su camino de vuelta al bar en que estuvimos la noche anterior. No había dado ni diez pasos cuando ya le había lanzado una piedra directo a la cabeza. Él se desvaneció notoriamente mareado. Vi cómo intentaba retomar su arma, pero antes de que lo consiguiera corrí hacía dónde estaba y la tomé primero. Samir no dejaba de tomarse la cabeza con su mano. El dolor era evidente. El Sol era abrumador. El calor penetraba por cada poro de mi cuerpo. La brisa del mar no hacía sino sofocarme. La arena caliente bajo mis pies me conducía a una implosión. Los ruidos de las gaviotas irritaban mis pensamientos. Los sollozos del herido me pusieron de malas, me provocaron enojo, sentí envidia. Le disparé.
Para cuando llegó la muchedumbre de curiosos, Samir Musharrafie ya estaba muerto, postrado boca abajo, escurriendo sangre que se mezcló con agua de mar. Yo permanecí a un lado de él, lo estuve hasta que unos oficiales me llevaron detenido. Como ya era mayor de edad, debía permanecer con los demás presos. Conviví con gente cuyos delitos eran incomparables al mío, y aun así, el trato que recibí fue el peor.
En mi primera visita al juez noté, una vez más, aquellas miradas extrañas que hace mucho tiempo había vivido en el funeral de mi madre. Nadie podía mirarme directo a los ojos por más de un segundo, evitaban cualquier contacto directo con alguien como yo. Al estar frente a la máxima autoridad en ese recinto, se mencionó que aproximadamente diez años atrás, en pleno entierro de mi señora madre, yo no derramé ni una lágrima al ver como depositaban el cuerpo de mi progenitora bajo tierra. Murmullos sonaron en todo el estrado.
El fiscal dijo que si alguien como yo era incapaz de llorar en la sepultura de su madre, si no era capaz de demostrar la más mínima prueba de dolor por alguien a quien se debe amar sobre todas las cosas, entonces podría cometer cualquier acto de barbarie, por ejemplo, matar a un árabe que traficaba drogas en la región.
Me preguntaron por qué no lloré al saberme huérfano de madre. No supe qué contestarle al juez. Nuevamente retumbaron en el juzgado murmullos de asombro. Ante semejante insensibilidad, como lo dijo aquella autoridad en toga, se me condenó a pena de muerte. No se me juzgó por asesinar cobardemente a uno de mis mejores amigos, sino porque no pude llorarle a mi madre cuando ella murió. Nada había que pudiera hacer.
Mientras esperaba la ejecución de mi condena, que sería cosa de un día, máximo dos, se me hizo saber que mi padre, a quien no había visto hace mucho, estaba postrado en cama, ya desahuciado completamente, esperando, porque a esas alturas era lo único que le quedaba por hacer, la llegada a su correo de un sobre morado con su nombre plasmado como destinatario. Imploré al juez que me dejara despedirme de mi padre, que fuera indulgente con alguien que muy pronto lo acompañaría al más allá. Conseguí que me llevaran a verlo, eso sí, custodiado por media docena de uniformados.
En un paupérrimo cuarto de clínica pública se encontraba mi padre. Cuando abrí la puerta, noté que Tula también estaba en el lugar. Al verla, el primer pensamiento que rondó mi cabeza fue que los años en ella no pasaron, sino todo lo contrario, parecía que cada vez se hacía más joven.
Mi tiíta no pudo estar en la misma habitación que yo, le repugnaba compartir el aire con alguien tan viciado. Salió del cuarto con tanta prisa que ni un saludo pude ofrecerle.
Ya sin distracciones, tuve la calma de vislumbrar lo que quedaba de mi padre. Para nada era como yo lo recordaba. Su rostro estaba desfigurado, sumamente arrugado, sin cabello en su cabeza, en exceso delgado, casi esquelético. Caminé hacía donde él estaba y me acosté a un lado de su quieta figura. Le dio gusto verme. Habló conmigo un poco y luego murió.
Lloré, lloré muchísimo en ese momento, pues fue en aquel instante y no otro, cuando mi cuerpo no pudo más y se mostró vulnerable, como desde hace tanto no lo había mostrado.
Le lloré a mi madre, a mi padre, a la severidad de Tula, al abandono de mi padre, al abandono de mi tía, al abandono de Demian, el abandono de Samir, la muerte de Samir, mi último amigo; lloré mi propio abandono.
Los oficiales que me acompañaron no podían creer lo que vieron. Asombrados me llevaron de regreso a la penitenciaría. Tiempo después me liberaron, ya que al parecer esos oficiales contaron lo ocurrido al juez, y él, en pleno acto y derecho de sus funciones, tuvo a bien otorgarme la libertad.
Ahora gozo de este presente en el que me permito compartir las últimas palabras de mi padre, quien en su último aliento de vida tuvo la valentía que nunca antes mostró:
–No compartas tus traumas con nadie, esos son tuyos, pues surgieron de tu propia vida, de tus propios sentimientos, y solo tú, y no los demás, sabes lo que significaron en tu vida. No los compartas con gente extraña que acabas de conocer unas semanas atrás, pues muy probablemente no mantendrás conversaciones con ellas en un futuro; mientras tanto, ya te habrás expuesto a los juicios de valor que harán contigo. Primero conócete, identifica lo que consideras repercute de mala forma en ti y luego, si así lo deseas, y no es por mera imposición, lo puedes compartir con quien tú elijas y no con quien te haya tocado hacerlo. Que esto que te agobia no afecte tu vida cotidiana, que no vulnere tus capacidades sociales ni la manera en que interactúas con los demás. Sobre todo, no lo ocupes de pretexto ante los fracasos que puedas tener. Conócete, identifica tus debilidades y trabaja en ellas. No achaques a que de muy joven algo te ocurrió y por eso no puedes hacer algo tan sencillo como colocar una tilde en una palabra que la lleva. Si algo no te gusta, si estás inconforme, dilo, exprésalo de la manera en que más lo creas conveniente; puede ser a través de cosas tan variadas que van desde un grito de manifestación, hasta un texto escolar que difícilmente sea leído en su totalidad; pues, al fin y al cabo, todos nos vamos a morir, así como yo me estoy muriendo ahora.
Tú que estás leyendo esto también morirás de manera irremediable. Al menos procura irte con el alma liberada.
*historia basada en otras tantas obras, como a su vez, éstas estuvieron inspiradas por otras